lunes, 19 de febrero de 2024

Liliana Delucchi: Los tres L

 


—Uno, dos, tres, cuatro.

Así todas las tardes. Cuando el carrusel de las cinco y media se ponía en marcha, Leonardo contaba los caballos que pasaban y decidía, fuera cual fuese, que montaría en el cuarto.

Lucía, su gemela, no tenía ese problema, como era una princesa, siempre subía a la carroza. A mí me daba igual, solo quería jugar con ellos y participar de sus ensueños. Para nosotros la calesita no era solo un entretenimiento, sino un vehículo que nos llevaba lejos. Viajábamos en el tiempo y en el espacio. Recorríamos lugares con praderas infinitas que se fundían en las más altas montañas y conversábamos con los personajes que habíamos encontrado en las páginas de algún cuento.

Conocí a los hermanos una tarde en que me precedían en la cola para montar en el tiovivo. Eran más altos que la media. Rubios y con los ojos azules, iban vestidos siempre de punta en blanco. Jamás sus zapatos tenían una pizca de barro; la trenza de Lucía, que le llegaba hasta mitad de la espalda, brillaba como un sol de verano, rematada con un lazo de color a juego con su vestido. Un flequillo dorado caía sobre la frente de Leonardo, contra el que luchaba su mano derecha en un gesto repetido.

Llegaban a la pradera donde estaban instalados los juegos de la mano de su abuela, una señora de pelo blanco y modales contenidos que, instalada a la sombra de una higuera, hacía ganchillo mientras sus nietos jugaban. Los pequeños parecían pertenecer a otro mundo, en voz baja, como si quisieran ocultar algún secreto, solo hablaban entre ellos. El resto de los niños no se atrevía a acercárseles, como si ese halo de misterio que los envolvía impidiera cualquier tipo de aproximación.

En ese entonces tendríamos seis años y era tal la curiosidad que despertaban en mí que quise unirme a ellos. Para mi sorpresa me aceptaron y desde entonces fuimos inseparables, tanto que en el barrio empezaron a llamarnos los tres L, por las iniciales de nuestros nombres.

—Me dan pena mis amigos —dije un día a mi madre mientras merendábamos—. No tienen padres. Leonardo me contó que murieron en un accidente.

—No se puede tener todo en la vida, Luis —contestó— tú careces de hermanos y ellos de padres.

Me pareció desacertada su afirmación, pensé que uno puede encontrar algo parecido a un hermano en un amigo, pero… ¿Padres? Sin embargo el tiempo le dio la razón, porque de la misma forma que yo buscaba un lazo fraternal con los gemelos, ellos hacían lo mismo con sus progenitores solo que, hasta ese momento, sin resultados aparentes.

Una tarde que amenazaba lluvia llamaron a mi puerta, los dos con impermeables y sus rubios cabellos cubiertos con capucha. En voz baja, para que solo los escuchara yo, me dijeron que era el día ideal, que si queríamos viajar en el tiempo, la tormenta sería nuestra aliada; nos transportaría al lugar que ellos buscaban desde hacía mucho tiempo y que deseaban compartir conmigo. El temporal empezaba a rugir a lo lejos, por tanto, cogí mi chubasquero y, ansioso por introducirme en el misterio que me proponían, salimos de casa a escondidas.

El tiovivo estaba vacío, ningún otro niño se había atrevido a salir con ese temporal, lo que nos hizo sentir valientes, distintos y decididos a vivir la mayor de las aventuras. Unas monedas sirvieron para que el guarda pusiera en marcha la calesita y el lamento de la madera vieja bajo nuestros pies fue acallado por la música que daba vueltas con nosotros. Esta vez todos montábamos caballos; nuestros «arre, arre» se perdían entre los truenos mientras sentíamos que el aire nos enfriaba la cara.

Dos, tres, cuatro vueltas y el paisaje a empezó a cambiar. Las copas de los árboles se estiraban como si fueran a diluirse entre las nubes; aparecieron personas desconocidas en medio de una niebla que difuminaba sus facciones y su vestimenta pertenecían a otra época.

—No es aquí —gritó Leonardo para que lo oyéramos—. Tenemos que alejarnos un poco más.

—Dirijamos los caballos hacia la derecha —intervino Lucía.

Los seguí. Nuestros corceles no cabalgaban, volaban. De pronto estábamos entre algo parecido al algodón deshilachado y conteníamos la respiración para que no nos entrara por las narices. No sé cuánto tardamos en atravesar esas nubes compactas y encontrarnos sobrevolando una pradera verde, sembrada de pequeñas flores amarillas. A lo lejos, algunas casas bajas y el campanario de la iglesia. Una carretera sinuosa se perdía camino arriba.

—Es por allí… Por allí —susurró mi amigo al tiempo que ralentizaba su cabalgadura.

—Desmontemos y arreglemos el guarda raíl —ordenó Lucía.

No sé de dónde sacamos fuerzas para reparar un amasijo de hierro roto que bordeaba la carretera, pero lo hicimos a tiempo. Minutos más tarde, un coche descapotable rojo, conducido por un hombre acompañado de una mujer rubia pasó a nuestro lado camino del río. La dama nos miró con desconcierto y alzó su mano enguantada para saludarnos.

Cubiertos de polvo, con arañazos en las manos y el corazón a punto de escapar de nuestro pecho, volvimos a los caballos que pastaban tranquilos, esperándonos.

Cuando el carrusel se detuvo nos sorprendió ver que la tormenta había desaparecido y lucía el sol del atardecer. La ropa, que habíamos ensuciado en aquella carretera, estaba impecable, al igual que nuestras manos y el corazón nos latía con la parsimonia de siempre.

Junto a la abuela de los gemelos, invariablemente bajo la higuera, había una pareja más joven, la misma que vimos pasar en el deportivo y que abrazó a los hermanos.

—Ya estamos de vuelta, queridos —dijo la mujer.

Los pequeños los estrecharon antes de presentarme como «nuestro mejor amigo».

Todavía temblaba cuando llegué a casa y me senté en una butaca frente a mis padres quienes, sonrientes, me anunciaron que en unos meses tendría un hermano. Ante tal situación de felicidad obvié decirle a mi madre que se había equivocado, que sí se puede tener todo en la vida… Aunque será necesario un poco de magia, un carrusel y compañeros como los míos.

© Liliana Delucchi

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