martes, 19 de marzo de 2024

Liliana Delucchi: La carta

 


—¿No es temprano para una copa?

Augusto se sobresaltó al escuchar la voz de su esposa. Con un gesto rápido abandonó el vaso sobre la encimera donde se encontraban las bebidas, no antes de poner debajo de la licorera el papel que llevaba en la mano.

—La necesitaba. Ha sido un día duro —respondió intentando controlar su voz—. ¿A qué hora es la cena?

La mujer sonrió desde el rellano de la escalera y le pidió que se diera prisa, ella se cambiaría enseguida. Él contempló su figura elegante subiendo los escalones y un escalofrío recorrió su cuerpo ante la visión de la espalda alejándose. La amaba. No podía perderla. Pero esa carta…

Estuvo ausente durante la velada, avergonzado ante las frases hechas y su discurso plagado de lugares comunes que despertaron en más de un momento la curiosidad de algunos de los comensales. Son demasiado educados como para hacer preguntas, se dijo mientras al finalizar la cena retiraba la silla de la desconocida que habían sentado a su lado.

Cuando algunos se reunieron en la terraza para fumar, no pudo evitar la pregunta de Carlos, su mejor amigo, ante su actitud. Augusto movió la cabeza negativamente aludiendo al resto de los presentes y le contestó que ya hablarían.

Durante el viaje de regreso, el silencio se había instalado en el coche, aunque ello no le impidió descubrir una muda interrogación en el rostro de su esposa. Ese rostro adorado al que él había impuesto un dejo sombrío y que deseaba borrar, pero, ¿cómo?

Sintió una especie de alivio cuando vio a lo lejos su casa; los criados habían dejado las luces del salón encendidas y, por un instante, creyó que la iluminación llegaría también a sus pensamientos, que encontraría una solución.

Irene estaba cansada y prefirió acostarse.

—Enseguida subo —le dijo mientras besaba su pelo— antes quiero ver unos papeles.

No mentía. Tenía que ver un papel, pero no de trabajo.

Se arrellanó en su sillón favorito. Con las manos sobre las rodillas y la cabeza contra el respaldo, fijó la mirada en la licorera. Allí estaba, debajo de una de las botellas, una carta doblada en cuatro, releída, arrugada y fatídica.

 

«Querido mío: ¿Puedo seguir llamándote querido mío?

Ojalá no fuera tan tonta cuando escribo. Las palabras se asustan y se me escurren al intentar atraparlas, aunque puede que haya una que no se me escape. Arrepentimiento. Sé que fui injusta o desleal, si lo prefieres, al huir de aquella manera, pero no pude contenerme. Viví momentos felices y de los otros, pero siempre, en algún instante tuve un recuerdo para ti.

¿Hay un lugar en tu vida para esta mujer a la que amaste y que te amó?

Prometo enmendar el pasado.»

 

No ha cambiado, pensó Augusto, hasta el garabato de la firma sigue siendo el mismo, entonces pudo contemplar en la transparencia de las cortinas del salón movidas por el aire, la imagen deslucida de una mujer que había sido la suya. Recordó aquella otra nota, con una sola palabra: Adiós.

Había salido a la calle, a buscarla entre un viento otoñal que ululaba con voz de pérdida y separación. No la encontró. Ni él, ni la policía, ni los detectives a los que contrató. Diez largos años de pesquisas, imaginándola por senderos furtivos, preguntándose qué había hecho mal, dónde estaría y con quién.

Diez largos años de soledad, de manos que apretaban su hombro con intención de consuelo, de noches a solas junto a la licorera que se vaciaba más rápido que de costumbre.

Y entonces apareció Irene, con su dulzura, su sonrisa, sus manos aladas… Y el dolor de la pérdida se esfumó.

«Ausencia con presunción de fallecimiento». Fue lo que dictaminaron los jueces, una sentencia que lo inscribió como viudo y le permitió casarse con Irene.

Esa tarde el pasado había vuelto, con los dientes largos de un dragón que intenta rasgar los sueños para transformarlos en pesadilla. El hombre sentía esa mordedura en las entrañas, el veneno de la incertidumbre, el desmoronamiento de su felicidad.

Augusto se acercó al piano para contemplar la foto de su segunda boda. Ella estaba tan hermosa, él tan contento.

Otra copa y subo. Una más ¿Cuántas llevo?

Sintió el sorbo de alcohol deslizarse por su garganta como un fuego que transformaba su perplejidad en ira. Ira por diez años de dolor, de inseguridad y vacilaciones. Ira ante ese temor que le hacía tamborilear los dedos sobre el brazo del sillón, con la cabeza gacha y la respiración agitada. Ira ante un futuro que temía despedazara su presente impecable.

En ese momento escuchó una puerta que se abría en el piso de arriba, levantó la cabeza hacia la balconada y vio a Irene, sonriente, esperándolo.

Subió los escalones con la pesadumbre de quien se acerca al cadalso y su mano insegura tendió el papel maldito a su mujer. No vio gesto alguno en su rostro mientras lo leía, solo le preguntó qué pensaba hacer.

—Está muerta. —Respondió airado— Lo dijeron los jueces.

Ella esbozó una sonrisa y rompió la misiva en pedazos antes de contestar:

—Los muertos no escriben cartas.

© Liliana Delucchi

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