lunes, 29 de abril de 2024

Cristina Vázquez: La letra jota

 


El ruido de la máquina de coser de su madre, a Manuela le daba dolor de cabeza. Muchas noches seguía oyéndola desde su cuarto, pues esa mujer no parecía tener horas para acabar su trabajo.

—No te quejes, Manuelita —replicaba con cara cansada.

Miraba a la hija con unos ojos que parecían refugiarse detrás de unos lentes cada vez más gruesos, dándole un mirar desvaído, como de agua sucia. No soportaba la actitud de resistencia de la madre, agarrada a piezas de tela que cortaba en la mesa de la cocina. Nunca pudo llegar a tener su propio taller, pero habilidad y ganas no le faltaban para que su niña fuera la mejor vestida.

Estas afirmaciones de entrega y voluntad descorazonaban a Manuela. No podía olvidar el día de la fiesta de graduación. Había conseguido, gracias a una beca, educarse en un colegio privado al que acudía lo más distinguido de la ciudad. A su madre le gustaba repetir a familiares y escasos amigos, que esa hija era su orgullo. Pero Manuela no podía trasmitirle lo que era sentirse un ridículo patito feo en medio del esplendor intelectual y económico de sus compañeras.

Era imposible que comprendiera la mirada displicente al traje que ella había copiado con esmero de una revista de moda. Manuela cogía esas publicaciones y dibujaba, con apremiante gesto, todo lo que modificaría sobre los vestidos elegidos por la madre. Esta le recriminaba que las estropeara, con lo caras que eran esas revistas. Ella subía los hombros y despectiva aseguraba que eran cursiladas.

Tampoco podía imaginar su madre lo que significó el tener que mentir cuando hablaban del veraneo o de los viajes de esquí. Ella se iba con su abuela al pueblo, muy fresquito para que no pasara calor, intentaba convencerla cuando subía al autocar de línea. Nunca olvidaría la mirada de desasosiego que observaba en sus alejados ojos por las dioptrías, al despedirla. Su abuela era una buena mujer llamada Jacinta. La única vez que dijo cuál era su nombre, la carcajada fue tan general que afirmó era broma, se llamaba Elena. ¿De verdad se lo habían creído? Y Jacinta fue la que comprendió el sufrimiento de esa niña a la que habían sacado de su charco para embarcarla en unas aguas que no por más bonitas resultaran más claras.

—Mi niña querida. No te apures, ya encontrarás tu lugar.

Le dijo una noche en la que una luna redonda bailoteaba en el cielo. Sentadas en dos mecedoras miraban la noche, pues la anciana conocía muchos nombres de estrellas y constelaciones. Las vidas son como las estrellas, unas veces se ven luminosas, otras no se ven y si se miran en el otro hemisferio aparecerán algunas diferentes.

—Así que busca bien tu estrella para que te lleve donde desees —se volvió hacia su nieta.

Ella tenía la fuerza y la inteligencia para llevar a cabo lo que deseara, aunque aún no lo supiera, continuó cogiéndole las manos. Ese colegio que ahora le hacía sufrir le daba los medios para poder lograrlo.

—Ya lo verás —remató—. Seguro que te acordarás de esta noche algún día. Solo te falta tiempo para saberlo.

Manuela terminó el colegio con un suspiro liberador, el orgullo de haber conseguido magníficas notas y la esperanza de encontrar su sitio, como le predijo su abuela. Al cabo de los años y después de haber creado una industria textil, basada en sus diseños, volvió al pueblo a comprar la casa familiar que estaba abandonada. Sí, este era su sitio. Después de volar muy alto y muy lejos, quería volver al lugar donde recordaba una maravillosa noche de luna poblada de estrellas que se cuajaron en una brillante realidad. Y el ruido de la máquina de su madre no lo olvidó nunca, pero no como algo insoportable, sino como el sonido apaciguador de la tenacidad.

A la empresa que montó le puso el nombre de su abuela. Sonreía al notar la dificultad que algunos extranjeros tenían al pronunciar la Jota.

© Cristina Vázquez

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