jueves, 29 de agosto de 2024

Cristina Vázquez: Volver

 


Y la muerte llegará en abril.

—No digas esas cosas tan tristes —las palabras de Claudia mostraron irritación y temor.

Ernesto se rio. Era un poema, no se lo inventaba él, pero llegará, llegará, siguió con voz lúgubre, como le llegó a este matrimonio, y señaló la vitrina donde se mostraba el sarcófago etrusco.

—No te enfades. Además, mira cómo están de sonrientes. Quizás están mejor allí —y se vieron reflejados en el cristal en una superposición doble de parejas.

Claudia se giró bruscamente. Ya estaba bien, no le hacía ninguna gracia. Vaya manera menos romántica de celebrar su viaje de novios. Él la besó y dándole un abrazo prometió callarse y no hacer más bromas mortuorias. Pero que no olvidara que él la querría siempre en este lado y al otro.

—¡Y dale! Qué pesadito estás —se colocó el bolso y tiró de su marido para salir.

Era una tibia tarde de principios de abril, como aquella de hacía más de veinte, no, ya eran treinta años, en la que estuvo por primera vez en Villa Giulia visitando el Museo Etrusco con Ernesto. Claudia se sentó en un banco cerca del edificio, no sabía muy bien a qué. A contemplar. Se había empeñado en volver, sintió una necesidad imperiosa de regresar a ese lugar y hacerlo sola, pese a las protestas de los hijos. Quería sentir otra vez la amable brisa, el olor de ese jardín y sencillamente mirar, tener conciencia de ella misma y de alguna manera revivir esa tarde, ese momento en el que la vida estaba por estrenar, cargada de ilusiones y deseos. La vida era joven y ellos también.

Solo había vuelto a Roma una vez con sus dos hijos cuando eran pequeños para celebrar sus quince años de casados, pero no fueron a visitarlo. El recorrido por la ciudad fue más pensando en los niños. Ernesto había preparado con mimo el viaje, y aunque su pasión por esa ciudad no había hecho más que crecer, no habían vuelto. Ese viaje de celebración tuvo para ella, pese al entusiasmo infantil y la alegría del padre, un último halo de despedida. Claudia intuyó, como si una tenue gasa envolviera cada gesto, cada descubrimiento, una melancolía inapropiada.

Luego comprendió que así había sido. Fue la ceremonia de su despedida y era el mes de abril. Ernesto no le había dicho nada de su enfermedad. Pese a que ella veía cierto decaimiento, él le aseguraba que no era nada, estaba hecho un roble.

Lo encontró una semana después del viaje, al volver a casa a mediodía. Tumbado en la cama perfectamente vestido, hasta con los zapatos puestos. Le extrañó, no era hombre de tumbarse y menos a esas horas. Era metódico, ordenado, pulcro y previsor. Nunca quería molestar. Educado, prefería ceder antes de que cualquier situación pudiera alcanzar un punto de intolerancia o malas formas. Y por eso se lavó y vistió con pulcritud para morir. Se mató por no molestar, por no dar la lata, lo que le esperaba hubiera sido muy desagradable para todos, escribió en la carta que había a su lado junto al testamento y la postal del sarcófago etrusco.

“Cómo te prometí hace mucho, te querré siempre de este lado y del otro.”

Cuando la leyó no podía parar de llorar, aunque en el fondo le pareció que no era una despedida con todo el peso, la trascendencia de ser un adiós de ultratumba. Le hubiera gustado algo más desgarrado, más acorde al momento terrible de encontrárselo de cuerpo presente, aunque vestido como para ir a la oficina.

Fue un buen hombre, pese a que ese afán de orden y mesura quitaba alegría, espontaneidad, algo de riesgo a la vida, sobre todo cuando eran jóvenes. También recordó, que siempre tuvo un punto lúgubre, como cuando recién casados visitaron este Museo, en cuya cercanía estaba sentada.

Llevaba la postal en el bolsillo y de vez en cuando la acariciaba como una suerte de talismán. Después de un buen rato decidió entrar. Lo encontró peor iluminado de lo que recordaba. Se dirigió lentamente, insegura, a la vitrina del sarcófago y vio a una mujer mayor reflejada en el cristal. Era ella, igual que lo fue cuando se miraron juntos y él susurró que la muerte llegaría por abril. Se enderezó, tuvo un escalofrío y supo que esa muerte solo se refería a él. Ella no pensaba, de momento, morirse, elegía quedarse en este lado.

Salió con tranquilidad, volvió a aspirar la dulzura del aire y decidió que se iría a Via Veneto a tomarse un Martini y a gozar de la vida y de la primavera.

© Cristina Vázquez

No hay comentarios:

Publicar un comentario