domingo, 13 de octubre de 2024

Malena Teigeiro: Tic, tac. Tic, tac


 

La hora en punto. Mirarlo le fascinaba. Aquel reloj no era como los demás. Su esfera dejaba ver la maquinaria, lo que le permitía observar las ruedecitas girando para engranarse entre los dientes de las otras. Tenía una campanilla que le anunciaba el cambio de hora. Él, cuando estaba ya próximo ese momento, cerraba los ojos con satisfacción: una hora más, se decía exhalando un profundo suspiro. Poco a poco comenzó a pensar que con ese reloj sí podría realizar su sueño. Convencido, una tarde abrió la vitrina y se lo llevó.

Según se dirigía a su casa, sin soltarlo de la leontina lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Temblaba de emoción al sentir el tic tac en su pecho. Hasta creyó que su corazón se acompasaba a él.

Después de cenar se vistió con la camisa blanca de cuello duro y el traje de alpaca azul. Luego, se calzó sus mejores zapatos, que antes había limpiado con auténtico esmero. Se repasó el peinado y se echó sobre la cama. Con el reloj entre los dedos se dispuso a esperar. Era tanta su ilusión por conocer la hora concreta de su muerte que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Para él no era lo mismo si ocurría a una hora en punto, o si bien lo hacía a la media, o entre un intervalo de minutos. Le costaba mucho esfuerzo mantenerse despierto. Quizá hubiera sido mejor elegir otro método distinto al del frasco de pastillas, pensó. Si se quedaba dormido, fallecería sin conocer la hora. Tan entretenido estaba y tantos esfuerzos hizo para no cerrar los ojos, que no percibió el ruido de los zapatones por las escaleras. Tampoco escuchó los golpes que tiraron la puerta.

Eran unos hombres uniformados quienes entraron en su habitación. Al verlo en la cama, se sorprendieron. La campanita dio las seis. Todavía no, se dijo. Con un leve movimiento de mano les indicó que lo dejaran solo. Uno de ellos se le acercó y le colocó el pulgar en el cuello. Él no se inmutó. Eran las seis y cuarto cuando entraron dos hombres y una mujer con chalecos amarillos y una camilla. Por más que rogaba que lo dejaran tranquilo, lo llevaron al hospital. Allí le quitaron el reloj. Y como ya no podía conocer la hora exacta de su fallecimiento, pensó en que no había motivo para morir. Y se salvó.

Cuando salió del hospital en donde siempre estuvo acompañado por unos guardias muy agradables, lo trasladaron a un edificio de ladrillo rojo. Pronto comprendió que aquello era un manicomio. No entendía muy bien por qué lo habían llevado allí. Al parecer tenían miedo de que volviera a tomar las pastillas. ¡Qué tontería! Mientras no tuviera su reloj, ¿para qué las iba a tomar si no podía conocer la hora?

Meses después cuando le preguntó al Juez si le podía informar de por qué lo iba a juzgar, este, de muy buenas maneras, le informó de que el juicio era por «Robo en el Museo de la Ciudad».

Intentó explicarle que él no había tenido intención de robar nada. Que si lo había cogido era solo porque aquel reloj de bolsillo daba las horas y los cuartos y las medias, lo que le permitiría conocer exactamente la hora de su muerte. Le resultó imposible hacerse comprender. Nadie, ni siquiera el Magistrado entendió su motivo. Lo condenaron a ocho años, de los cuales ya llevaba cuatro.

En la cárcel se encontraba a gusto, pero echaba de menos su reloj. El que tenía era de esos de pila, no hacía tic tac, ni tenía números romanos y tampoco campanita. Era uno como cualquier otro. No como el que había cogido de la vitrina del museo. Recordaba que sonaron las alarmas, que la gente corría. Él no. Entre todo aquel bullicio caminó muy despacio, por lo que nadie lo siguió. Sin embargo, al visionar las cintas sospecharon de él. Uno de los ujieres le contó al juez que el acusado –ese era él– iba todas las tardes al museo y que siempre se detenía delante de la vitrina del objeto robado. El empleado del museo no mentía, aseveró. La diferencia entre lo que el hombre le había relatado al señor Juez y lo que él hizo se encontraba en que él se había llevado el reloj prestado. Sí, prestado. Solo tenía la intención de utilizarlo durante unas horas. Por más que insistió en que lo único que quería era conocer la hora exacta de su fallecimiento, nadie lo comprendió.

¿Para qué iba a querer aquel reloj después de haber muerto, señor Juez?

 

© Malena Teigeiro

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