El último visitante que se demoró después de la hora de cierre de la galería preguntó por el cuadro de las bicicletas. Era una mujer de estatura mediana que, sin llegar a gorda, tenía una constitución fuerte. El pelo rubio, algo descuidado, le daba un aire bohemio que contrastaba con la elegancia desgastada de su ropa. Mabel que gestionaba la venta de cuadros de la exposición le preguntó, como exigía Frank, si podría reconocer el lugar que representaba el lienzo.
—Nunca pensé que había que jugar a las adivinanzas para comprar un cuadro—su tono sonó impertinente.
—Lo siento —sonrió amable la vendedora—, pero es una exigencia del autor.
La mujer se dirigió a la salida con paso lento. A lo mejor hubiera estado dispuesta a pagar el doble, afirmó dándose media vuelta, pero le disgustaba el reto infantil de obligar a reconocer el lugar. En su tono brillaba una mezcla de sorna y desaliento. Se detuvo.
—Claro que sé dónde es.
Se subió el cuello de la gabardina y cerró la puerta de la galería con cierta violencia. Mabel vio cómo desaparecía pegada a la pared en la lluviosa tarde. ¡Qué persona tan desagradable!, ojalá no volviera. Mientras terminaba de recoger se le venía a la cabeza la intensidad de la clienta al observar el cuadro, e intuyó que podía ser a quien durante tanto tiempo Frank había esperado encontrar. Aunque le resultara extraña y antipática, con suerte, podía ser de una puñetera vez la persona esperada. Era una pesadez decir una y mil veces que ese cuadro solo se vendía bajo esas circunstancias y el autor se empeñara en colgarlo en todas las exposiciones.
Antes de irse, Mabel le llamó para darle cuenta de cómo había ido el día, los cuadros vendidos y la aparición de esa mujer que estaba interesada.
—Descríbemela —fue la reacción de Frank, alarmado.
Así lo hizo y él no paraba de recabar detalles. ¿No había podido enterarse del nombre, ni la dirección? ¿Se fijó si tenía una cicatriz en la frente? Tras un silencio empezó a hacerle algunas preguntas más que la chica fue incapaz de contestar. A partir de ese día, Frank decidió que pasaría todo el tiempo posible en la galería con la esperanza de que volviera. Era la primera vez, después de muchos años, que confió en que por fin fuera ella.
Esa noche, inquieto, volvió a pronunciar su nombre. Amina. Con una mezcla de esperanza y temor empezó a pensar que había sido un infantilismo, una romántica estupidez el dejar ese cuadro en todas las exposiciones como un juego de pistas, pero era una especie de homenaje a ella, a sus recuerdos.
Ese cuadro en realidad era una ilusión, la foto fija de unos años de su vida, los veranos de Normandía en la casa familiar. Representaba el cuarto de una dependencia alejada de la casa principal, donde se terminaron guardando cachivaches, bicicletas y herramientas en desuso. Fue el lugar mágico de la infancia y de su primer amor. Amina.
Ella iba a pasar el verano en la propiedad cercana de sus tíos. Era una niña que se mostraba solitaria y altiva, pero desde pequeños se enlazaron en una amistad que desembocó en un amor adolescente, lleno de promesas y planes de futuro.
Le sobresaltó la precipitada entrada de Mabel en el despacho de la galería.
—La señora ha vuelto y quiere verle.
—Hágala pasar.
Se apoderó de él un nerviosismo que le llenó de vitalidad. Cuánto tiempo hacía que no se sorprendía por ninguna emoción, y se dejó llevar para disfrutar su pulso acelerado y el temblor en las manos. Amina. No quiso pensar ni por un momento en la posibilidad de una decepción.
Al abrirse la puerta apareció una mujer robusta, de edad incierta, que caminaba con pesadez.
—¿Amina? ¿Eres Amina? —su voz titubeante delataba su incredulidad.
Ella levantó la cabeza y sus ojos traslucían inexpresividad. Sí, claro, si no ¿cómo iba a reconocer el cuadro? Se sentó frente a él con la mesa entre ambos.
—Menuda tontería de pregunta — su tono era despectivo.
Frank se acercó para darle un beso, expresarle la espera, la ilusión que había significado en su vida poder volver a verla. Ella permanecía con las manos en los bolsillos y la mirada fija en un punto sin interés. Al aproximarse pudo apreciar la pequeña y enrojecida cicatriz de la frente y que desprendía un ligero olor a comida, quizás a cebolla. Lo pensó mientras trataba de reconstruir la imagen de la altiva, frágil belleza de pelo ondulado con esta mujer sólida e indiferente. Intentó preguntarle por recuerdos comunes, por momentos y promesas a los que ella contestaba con un simple cabeceo.
Todo era muy bonito entonces, respondió levantándose, pero ya casi se le había olvidado y quería comprar el cuadro para guardarlo.
—Mi marido es un hombre bueno, pero un poco bruto —Frank se fijó que unas manchas oscuras salpicaban el dorso de sus manos gruesas—. Y no quiero que sigas con esta tontería y se vaya a enterar.
Iba a pedirle a la señorita que se lo envolviera para llevárselo. Sentía que no se hubiera casado ni tuviera hijos, continuó igual que si soltara un repertorio conocido o la lista de la compra. Esperaba que no fuera por culpa de ella. Algo parecido a una sonrisa atravesó su cara, pero pintaba muy bien. Observó que le faltaba un colmillo, por eso quizás no sonreía más, concluyó Frank.
—Nunca creí que triunfaras —Amina le miró con cierta expresión aborregada—. Entre otras causas, por eso me marché. ¡Dabas una lata con eso del arte!
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