No se esperaba semejante tormenta, inusual en aquella época del año. Aunque casi todos los visitantes habían abandonado el lugar, los padres de Lucille y los míos apuraban las vacaciones hasta principios de otoño. Durante ese tiempo disfrutábamos con largos paseos por la playa y algún que otro baño ocasional cuando los mayores no nos veían.
Mi amiga nunca quiso decirme cómo consiguió la llave de la caseta de la administración. La cuestión era que la tenía y nos refugiábamos en ella en medio de colchonetas apiladas, sillas y algún traje de baño roto.
Sentados detrás de la ventana de la taquilla, limpiábamos con el aliento y los puños de los jerséis, los cristales para ver qué acontecía más allá de nuestro escondite. Poníamos nombres a los perros que hurgaban en la arena, a los ciclistas que se atrevían a desafiar al viento del norte o a las señoras con los tobillos sumergidos en el mar. A todos ellos les inventábamos una historia que más tarde tratábamos de corroborar en el pueblo, como verdaderos Sherlock Holmes. Lo que nunca imaginamos fue que nuestra actividad detectivesca nos llevaría tan lejos.
Esa tarde entramos en la caseta más para resguardarnos de la lluvia que para dar rienda suelta a nuestra imaginación, sin embargo, los acontecimientos superaron las quimeras.
A pesar de que el agua caía como en el Diluvio Universal, vimos a la señora Dupuis, con impermeable y gorro amarillos, caminando por la orilla del mar en dirección sur. Lucille pensó en avisarle que podía refugiarse con nosotros, pero cuando iba a abrir la puerta de la caseta, vimos a un hombre desconocido envuelto en una capa negra quien, cogiéndola por detrás, la abrazaba. Ella se resistía, empujándolo con fuerza. Corrió, pero el individuo la alcanzó llevándola hasta las rocas.
La secuencia nos dejó petrificados y sin habla. Al intentar recrearla nos dimos cuenta de que no pudimos verle el rostro. Ni el pelo. ¿Cómo diríamos a la policía si era rubio o moreno, si tenía alguna cicatriz en la frente o era cojo? Bueno, cojo no era. Todo ocurrió tan rápido que no nos dio tiempo a nada. ¡Menudos investigadores!
Nos quedamos un rato más dentro del escondrijo, escuchando los lamentos del viento colarse por las rendijas y esquivando los goterones que caían por el techo agrietado, a la espera de algún suceso para ponernos en marcha y averiguar lo acontecido. Mi mente recreaba escenas que había visto en una peli de terror… No me animé a contársela, por aquello de que los hombres debemos… Somos más fuertes.
Ateridos de frío y bastante mojados, dejamos el lugar y, sorteando charcos, volvimos a casa, no sin antes prometer que nada diríamos a nuestras familias sobre el inicio de esa historia de misterio en la que nos vimos envueltos. Y no lo hicimos.
Al día siguiente nos encontramos después del desayuno para iniciar nuestra pesquisa en casa de la señora Dupuis. Llamamos a la puerta con golpes cada vez más fuertes y rodeamos la vivienda por ambos lados. A pesar de colarnos en la caseta de herramientas y peinar cada brizna del jardín, ni ella ni su familia dieron señales de vida. Ha desaparecido, dijeron nuestras miradas. Quizás esté muerta.
—Vamos a la morgue —no era una sugerencia, sino una orden impartida por la investigadora Lucille.
—No. Antes al hospital.
La empleada de ingresos no nos hizo caso. Después de preguntarnos hasta por nuestro ADN, solo nos dijo que allí no había llegado ninguna persona herida. La puerta de la morgue estaba cerrada con llave y el doctor Mathieu, el forense, deleitándose con sus croissants en el café de enfrente.
Decidimos ir a las rocas. Si había muerto era probable encontrar su cadáver allí o flotando en el mar. Bueno, flotando en el mar después de veinticuatro horas no era posible.
Los rasguños en las piernas llamaron la atención de nuestros padres, a quienes dimos una explicación que seguramente no creyeron. Debíamos volver, pero ¿a dónde?
A la caseta. Montaremos allí nuestro cuartel general. Hemos de llevar provisiones para pasar la tarde y quizás alguna manta por si hace frío. No en vano yo era un asiduo del cine negro y de aventuras.
Antes del anochecer abandonamos nuestro refugio y volvimos a las rocas. Deshicimos el camino por la orilla, pero la marea había borrado cualquier tipo de huella de la señora Dupuis y el supuesto asesino.
Cuando Lucille sugirió que fuésemos a la policía, le respondí «De ninguna manera, el caso es nuestro». Los dos días siguientes los pasamos recorriendo el pueblo, las casas y casetas de la playa, orillas del río y merenderos cercanos. Nada.
Leíamos los periódicos, anuncios, letreros y todo aquello que pudiera darnos un indicio del paradero de lo que ya estábamos seguros sería un cadáver. Uno reticente al parecer.
La respuesta llegó cuando acompañé a mi amiga a la estación de autobuses a esperar a su abuela que llegaba de París. La primera persona en descender del vehículo fue la señora Dupuis, seguida de un señor muy alto. Nos lo presentó como su hermano, quien la había salvado de la granizada de aquella tarde de tormenta, empujándola hasta la cueva de las rocas donde se refugiaban de niños.
A pesar de nuestro primer fracaso, Lucille y yo no cejamos en nuestro empeño. Hoy ella es una reconocida escritora de novelas de misterio y yo inspector jefe de homicidios.
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