Como todas las mañanas Grace se dirigió a la cabina. Marcó un número, escuchó varios timbrazos, y a la voz que descolgó le pregunto por Henry. Esperó.
Ellos dos se conocían desde niños, y con apenas diez años juraron que se casarían. Sin dejar nunca de verse, continuaron sus estudios y cuando Henry ingresó en la Royal Air Force, la ilusión de su vida era ser piloto, Grace alquiló una pequeña habitación en Londres y se fue detrás de él. Enseguida decidieron contraer matrimonio. Aunque habían pasado ya muchos años de aquello, pensaba sin soltar el auricular, recordaba muy bien el día que estalló la guerra. Los llamaron a todos, por lo que ellos, que tenían preparada la ceremonia de su boda para unos días después, tuvieron que retrasarla. Pero no le importó, porque alquilaron un apartamento al que él siempre que podía venía a verla. En ese tiempo fue cuando se quedó embarazada. La alegría de Henry junto a la de ella por aquel inesperado embarazo fue casi tanta como el malestar de sus padres. Ellos no la entendían. Sin embargo, Grace, ilusionada, les hablaba de lo mucho que se querían y de que en cuanto acabara la guerra se casarían. Esta vez con un nuevo invitado, decía riendo.
Tampoco se le olvidaba la mañana que recibió el telegrama de Henry. Decía que tenía que ir a la base aquella misma tarde, que, por favor, fuera lo más elegante que pudiera, y que el coche de un amigo pasaría a recogerla a las dos de la tarde. Desde la una y media Grace esperaba delante de la puerta de su casa y no fue hasta casi las tres cuando el coche la llegó. Había mucho lío en la base, se disculpó.
El automóvil recorrió la carretera de la base y Grace, aturdida por el ruido de los motores de las avionetas que llegaban y que partían, se tapó con fuerza los oídos. El auto se detuvo delante de la puerta del pabellón, en donde Henry la esperaba con un pequeño ramo de flores en las manos. Vamos, vamos, Grace, le gritó ayudándola a bajar del Austin Seven. Tengo dos sorpresas para ti. Una buena y otra mala, le contaba sonriente llevándola cogida por el codo por los pasillos del edificio. La mala es que... Buenos esto te lo contaré a la vuelta. Y la buena es que cuando le dije al capellán de la base, Mister Murray, que estaba esperando un hijo, él se ofreció a casarnos. Azorada, con la respiración entrecortada, Grace le sonreía. Henry detuvo su carrera ante una puerta pintada de marrón. Antes de llamar, la besó. Pase, escucharon una ronca voz. Entraron. En el centro de la pequeña habitación, había una mesa de pino bastante gastado, llena de libros y documentos. Y justo detrás de ella, pegado a la pared se levantaba un pequeño altar. ¿Había llamado a los testigos?, preguntó el clérigo al sonriente novio. La puerta se abrió casi sin que hubiera terminado de pronunciar estas palabras. Eran ellos, Billy y Martín, los testigos.
Al terminar la ceremonia, ambos, ya solos, se dirigieron a la camarilla de Henry. Alguien les había dejado una botella de vino y unas galletas.
Por la mañana la despertaron unos golpecitos en la puerta. Era el conductor que la había recogido la tarde anterior. Henry se había marchado poco después de amanecer.
Con su nuevo documento en el bolso, Grace recorrió el camino de vuelta a casa. Esta vez entró en su pequeño apartamento feliz. A pesar de lo que diga tu abuela, tu papá nos quiere, le decía a su bebé mientras se quitaba el abrigo. Después de un ligero desayuno, bajó a la cabina y los llamó. A su alegría su madre le puso una pega: Una boda así, tan secreta, a lo peor no era válida. Ella rio para sí.
Después de colgar, qué suerte que la cabina estuviera instalada delante de su casa, marcó el número de la base. Unas veces podía hablar con él, otras no, pero siempre había alguien que le daba noticias de Henry.
Al fin una noche nació su bebé. Él no estaba, pero ya vendrá le dijo a su madre que la miraba llorosa.
Cerró la cabina y de nuevo se dirigió a su casa. Ya está aquí otra vez esa vigilante cotilla, se dijo malhumorada Grace inclinando la cabeza hacia su vecina. Ella no se preocupaba de la vida de nadie y no veía por qué Kate tenía que meterse en la suya. Su vecina levantó la mano con la intención de saludarla.
Era cierto. Kate estaba pendiente de la entrada de Grace en la cabina. Y unas veces cortando flores, otras recogiendo el correo, las más dejando la basura, disimuladamente la vigilaba. Ella conocía que Henry nunca pudo contarle la otra cosa, la mala, porque su avión fue de los primeros que derribaron la noche de la gran batalla. También conocía que la trastornada mente de Grace nunca quiso aceptar aquella muerte, y que cada día, desde aquella cabina, ya sin servicio, le contaba su vida y la de su hijo al que fue el amor de su vida.

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