Cada medio día Julita se asomaba al balcón para ver pasar a ese pedazo de hombre. No sabía su nombre ni quién era, pero el andar elástico, garboso, el pelo rizado bruñido de tonos caoba y el impecable corte de su traje, le hacían palpitar: el corazón, las sienes y hasta los pulsos, se decía poniéndose dos dedos en la muñeca.
No es que en su vida hubiera nada malo o perjudicial. Todo lo contrario. A los treinta y pocos años su devenir se había desenvuelto con precisa pulcritud: padres ordenados, vulgarmente encantadores, con la frase adecuada y celebraciones de santos y cumpleaños llenos de alegría, globos y, si era necesario, como en Fin de Año, gorritos y matasuegras.
Ella había ido al colegio de monjas cercano a su casa en el centro de Madrid y sus amistades escolares pervivieron por años. La mayoría eran del barrio, hasta que se fueron diluyendo porque se casaban o se iban a vivir otras vidas. Ella, en cambio, después de estudiar perito mercantil se quedó en la tienda de los padres, una papelería con un rinconcito para libros, básicamente de temas religiosos. Llevaba la contabilidad y ayudaba en la venta, sobre todo cuando empezaba el curso escolar y después de darle a su madre un ictus que le inmovilizó medio lado.
El padre le dejó toda la responsabilidad. Se iba haciendo viejo y quería cuidar a su mujercita del alma yéndose a vivir a la costa levantina, decía con cara de doliente perro pachón.
—Por supuesto, papá, la salud es lo primero —afrontaba ella su nueva situación con esa consigna como norma.
Nunca se imaginó que la papelería le diera tanto trabajo, pero poder disponer y elegir lo que le gustaba y modernizar la obsoleta tienda, la llenó de ardor comercial. Consiguió aumentar ventas e ir sustituyendo los libros religiosos por escritores picantes, sin llegar a ser de mal gusto. Pícaros, simplemente eso. Un poquito alegres, se justificaba con sus amigas.
No había conocido varón, tema que la llenaba de inquietud. El tiempo iba pasando y el novio que tantos años la llenó de promesas, se había estrellado en un estúpido accidente y la dejó de viuda blanca.
—Hija, qué desperdicio de hombre —la consolaba su madre—. Tanto tardó en decidirse que se lo llevó la Parca. ¡Hay que fastidiarse!
Pero, continuaba con su hablar confuso —parece que el ictus la había desinhibido—, tampoco al chico se le veía decisión ni empaque. Que aprovechara, aún era joven, si no luego… y miraba con nuevo resentimiento a su marido y su mano inútil.
Así que la aparición de ese mocetón, que tan puntualmente pasaba por delante de su casa, la llevó a fantasear con la posibilidad de haber encontrado el amor, o lo que fuera. Preguntó por el barrio, pero nadie le conocía, hasta que una tarde se acercó a la tienda de tejidos que acababan de abrir en una antigua fábrica de encurtidos. Quería hacerse un traje nuevo. Y ahí estaba él. Bien ajustada la chaqueta, con un chaleco de espiguilla y unos pantalones anchos de franela, como si él mismo fuera el anuncio viviente de la calidad y variedad de las telas. Su corazón se puso a brincar descontrolado.
—¿Qué se le ofrece?, señorita —preguntó obsequioso.
Las enormes tijeras en la mano y la sonrisa blanca, aunque un poco mellada, fue lo que terminó de emocionarla. ¿Qué haría ese hombre con esas tijeras? ¡Qué miedo!
—Una tela para un traje de vestir —balbuceó coqueta—. Quiero que sea verde, color esperanza.
Consideró que había sido genial e inspiradora su contestación. Mientras el gentil Tomás, llevaba el nombre en una chapita en la solapa, desplegaba con soltura de mercader veneciano distintos tejidos, desde el pálido aguamarina hasta el verde bosque oscuro. Julita le miraba a los ojos, importándole un bledo las telas.
—El que le parezca que tenga más esperanza —afirmó después de tocarlos con desgana.
En ese momento, Tomás fijó por fin la mirada en ella, quizás un poco ribeteada de oscuro, y le señaló una tela que sostuvo con la mano, mano que Julita tomó con decisión por debajo. Si podía, le esperaba en su papelería cuando cerraran, y señaló su tienda con orgullo, para decidir con las muestras cuál se quedaba.
—Ahí estaré —remató Julita moviendo los trozos de tela que el buen mozo le había dado.
A los pocos meses la papelería se había transformado en una boutique de moda que utilizaba las telas de la otra tienda. Él era fiel a su antiguo oficio. Habían dejado el rinconcito de lecturas picantes en el que habían puesto una mesa y dos butacas. Tomás diseñaba modelos primorosos y ella, feliz. Por fin conoció hombre, no mucho, porque a él le gustaba más el diseño, pero suficiente para ser señora de, embarazarse y mandar los papeles, lápices y cuadernos al cubo de la basura.
Le dijeron que cuando su madre se enteró del cambio de la tienda y de la vida de su hija, se le cuajó una única lágrima en el lado sano, igual que un diamante de varios quilates. El padre concluyó que fue de disgusto, pero Julita estaba segura de que era de incontenible alegría.

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