domingo, 19 de octubre de 2025

Liliana Delucchi: El vestido azul

 


Entregué las llaves a los nuevos propietarios y les di la mano después de desearles felicidad en su nueva casa. No sentí congoja, aunque sí un poco de nostalgia al recorrer con la vista el jardín de la adolescencia; las risas junto a mis padres, las cenas de Navidad y los cumpleaños; los desafíos con mi hermano para ver quién se columpiaba más alto… Un pasado que quizás no fue tan maravilloso como a veces recordamos, pero que sin embargo queda en la mente con tintes amables.

Tras el fallecimiento de nuestros padres, Felipe y yo decidimos mantener la propiedad con la idea de dejarla a nuestros hijos y nietos…, esa idea de inmortalidad que los humanos trasladamos a los inmuebles, pero que a veces el destino trunca solo porque no es real.

La vida no nos bendijo con hijos, ni a él ni a mí, por tanto decidimos que lo mejor era venderla para llevar a cabo otros proyectos.

Decidí dar un paseo por el barrio, despedirme de esa zona de la ciudad a la que quizás no volviera. Fue al dar la vuelta a una esquina cuando la vi. La tienda de telas. Conservaba el mismo olor a madera antigua, las mismas estanterías y, casi diría, el mismo tipo de empleados, amables y formales, que guardaba en la memoria.

Sentí una especie de mareo al regresar a la mañana en que entré con tía Rosa. Ella iba a confeccionarme el vestido para la fiesta de los quince años y buscábamos la tela. Me dirigí directamente a una pieza azul, demasiado eléctrico para mi tía, ideal para mí. Ganó ella y nos llevamos una color marfil.

Como cualquier adolescente, yo estaba muy ilusionada con ser la reina del festejo. Vinieron todas mis compañeras de colegio, las amigas del barrio y los chicos que nos gustaban, aunque mis ojos se habían posado desde tiempo atrás en Roberto, el gran amigo de Felipe.

Si bien tenía unos cuantos años más que yo, me hizo el honor de bailar conmigo casi toda la noche y la felicidad se alargó mucho más allá de la fiesta, ya que casi no pude dormir de tan henchida de satisfacción como estaba.

Pendiente de cada visita de Roberto, esperaba una palabra o más bien declaración de amor. Creo que las hormonas y la fantasía que pusieron en mí las novelas, me llevaban a recrear una y otra vez el abrazo de aquellos boleros en los que la cadencia de las voces de “El trío Los Panchos” hicieron que sintiera el cuerpo de ese hombre que ansiaba mío para siempre.

El vestido blanco marfil giraba entre sus brazos y yo pedía a Dios que la noche no terminara nunca. Pero terminó, y la magia se fue disolviendo en saludos escuetos antes de encerrarse en la habitación de mi hermano donde yo tenía prohibido entrar, salvo invitación oficial que nunca se producía.

No quería escuchar a la tía cuando me susurraba al oído una y otra vez «ese hombre no es para ti». ¿Por qué no?, ¿para quién iba a ser si yo era la hermana de su mejor amigo, si bailó conmigo toda la noche y nos habíamos acercado tanto en esos cheek to cheek?

Un par de años más tarde, Felipe y Roberto alquilaron un piso para estar más cerca de la facultad. Eso fue lo que dijeron. Venían juntos a la comida del domingo y estaban muy unidos, aunque estudiaban carreras diferentes. A pesar de insistir, nunca logré que me invitaran a su apartamento y empezaron a tratarme como a una chiquilla caprichosa. ¿Dónde estaba mi querido hermano? ¿A qué mundo lo había trasladado la universidad?

Sin respuestas a esas preguntas, decidí buscar otras relaciones y mi vida se pobló de nuevas amistades y novios.

Aunque Felipe y Roberto terminaron sus respectivas carreras, siguieron viviendo juntos, si bien en un piso más grande y glamuroso. Sus respectivos trabajos se los permitía. Hasta que el segundo se casó con una prima lejana que su madre había elegido para él.

Felipe vendió el piso y consiguió un trabajo de investigación en el extranjero, donde estuvo casi diez años. Fue en una de mis visitas a su nuevo país, cuando me confesó lo que yo no entendí en las palabras de nuestra tía al decirme «ese hombre no es para ti».

—Eran otros tiempos —dijo—, y Roberto no supo o no quiso hacer frente a nuestra realidad. Quería ser como los demás, y para ello lo mejor era casarse y tener hijos.

No había amargura en sus palabras, solo resignación y un halo de dolor superado, de esos que dejan grietas que ni uno mismo es capaz de entrever.

Cuando Felipe volvió a nuestro país, pasamos mucho tiempo juntos, con ese tipo de relación de dos solterones que comparten aficiones y una historia profunda y cercana.

Al volver a esa tienda de telas, mis ojos, como aquella vez, fueron directamente a una pieza azul. Aquella que tía Rosa describió como “demasiado eléctrico”.

—Estás preciosa. Elegante y glamurosa, —dijo Felipe al recogerme para ir a la ópera— azul Klein.

© Liliana Delucchi

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