martes, 9 de diciembre de 2025

La cocina a mi alcance: Tronco de Navidad

 



La música es un lenguaje universal. Y los villancicos nos invitan a celebrar el mensaje eterno de Belén; nos traen recuerdos, añoranza, nos dicen que donde hay canto hay esperanza. San Agustín decía: El que canta reza dos veces.

Por eso, te invitamos a cantar algunos de estos villancicos mientras preparas este rico tronco navideño:

Noche de paz. Fue compuesto en 1818 en un pequeño pueblo de Austria. Nos recuerda que el nacimiento de Jesús es una promesa de reconciliación.

Adestes Fidelis. No hay seguridad si su composición data hacia 1743 o antes. Nos invita a acudir a Belén a adorar al Salvador.

Jingle Bells. Este villancico fue escrito hace unos 200 años. Es un símbolo de alegría navideña. La Navidad es tiempo de compartir.

El Tamborilero. Nos cuenta que un pequeño se gana la vida con un tambor y no teniendo nada que obsequiar al Niño decide darle una serenata como prueba de amor. El Recién Nacido le sonríe.

Campana sobre campana. Este villancico español nos lleva de la mano hasta Belén.

El Burrito sabanero. Desde Venezuela este villancico nos pone camino de Belén.

 

Ingredientes:


Una lata pequeña de Leche Condensada

4 paquetes de galletas María

7 cucharadas de chocolate en polvo

120 g de nueces o almendras troceadas

1 cucharadita de extracto de vainilla

½ cucharadita de jengibre

½ cucharadita de canela

Azúcar glas para espolvorear

 

Preparación:

En la batidora deshacer las galletas María bien finas. Mezclar con el chocolate en polvo con el jengibre y la canela. Añade las nueces o almendras troceadas. Incorpora la Leche Condensada junto con el extracto de vainilla y mezcla hasta obtener una masa homogénea.

Extiende papel film sobre la mesa y coloca la mezcla encima.

Envuelve la masa en forma de rulo, girándola sobre sí misma. Anuda los extremos y refrigera durante 4 horas.

Retira el papel film y, con un tenedor, haz estrías para que parezca un tronco.

Espolvorea con azúcar glas y sirve este dulce espectacular.

 

 

La noche del 24 de diciembre de 1914, en plena I Guerra Mundial, un soldado alemán empezó a tocar con una armónica la composición «Noche de paz» que sus compañeros entonaron. A esta iniciativa le siguieron los gaiteros escoceses y los soldados británicos, hasta que todos, en conjunto, cantaron «Adeste fideles». Este hermoso gesto no se volvió a repetir.

Mientras saboreas un trocito de este tronco navideño me gustaría que recordaras lo que Salustio ya dejó escrito: 

La concordia hace crecer las pequeñas cosas, mientras que la discordia arruina las grandes.


 ¿Estás de acuerdo?

domingo, 7 de diciembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Finales de diciembre

 



Vivo en un pueblo que para llegar a él hay que atravesar campos sembrados de trigo. Detrás de mi casa hay olivos e higueras. Tengo siete años.

Estoy de vacaciones. Desde bien temprano en la mañana, al rayar el alba, me siento ante el pesebre, las figuras son de mi abuela, están algo descascarilladas pero mi madre dice que no me preocupe, que están en buen estado. Le doy un beso al Niño Jesús y como noté fría su carita de porcelana acerqué la mula y el buey para que lo calentaran con su aliento. No quiero que coja catarro. Y le volví a recordar lo que quería que me trajeran los Reyes Magos, hasta le prometí que, si se portaba bien, lo llevaría conmigo a tirar maíz a las gallinas. Se vuelven locas de alegría.

Por las noches busco en el cielo la estrella que llevó a los tres Magos hasta Belén montados, según mi abuelo, en camellos blancos. Yo no tengo camello, pero sí un perro que me acompaña a todas partes.

Al Rey Melchor, que es mi favorito, le he pedido una bicicleta con pedales, sillín y manillar, para ir en ella al colegio que está a unos cinco kilómetros. Mi segundo Rey favorito es Baltasar, le he pedido una cesta, ¿para qué?, para mi bici. En ella pondré mis libros. Mi tercer Rey favorito es Gaspar, le he pedido un timbre, sí, para esa misma, la que están pensando. Lo haré sonar por todo el camino.

Mi padre, que es un aguafiestas, me dice que a lo mejor me traen carbón, mi madre asienta con la cabeza, pero mis abuelos, que son mi adoración, me dicen que la esperanza nunca se debe perder.

 

© Marieta Alonso Más  

viernes, 5 de diciembre de 2025

Sol Cerrato Rubio: Luz improvisada

 


 

La ciencia del dolor ya desde niño.

 

Abrazas la semántica del amor oscuro,

los juegos de ilusorios personajes,

el brillo de los ojos desérticos

en los traslucidos cristales.

 

Atrapado en un limbo de palabras,

amasas la lentitud de un sol araucano.

Pentagramas para soles sostenidos.

 

Medras entre dardos envenenados

y ambiguos verbos atrincherados

en las frondosas azoteas.

 

Todo se derrumba

y no hay donde escapar.

 

Sin embargo, la semilla

encuentra su propia plegaría

y la fuerza del amor

consuela con su luz improvisada.

 

 Sol Cerrato Rubio

 

miércoles, 3 de diciembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Viaje al pasado

 




Para alguien, esta foto de hace ochenta y tres años, tiene el poder de hablar, de contar cosas, de imaginarla como una ventana abierta hacia el futuro, hacia ese sol que calienta el cuerpo y también el alma, hacia esa luna que te hace guiños para que comiences a soñar.

La sonrisa de ella, la expresión seria de él refleja ese querer ver que su amor perdurará, que el mueble destinado a guardar el calzado, mostrará sus zapatos siempre juntos; ese querer formar una familia que llegó con tres embarazos: uno no tuvo un final feliz, con los otros dos llegaron sus hijas.

Tenían la fuerza de los años jóvenes para no temer a los problemas diarios, a las ilusiones truncadas, a las risas, a los aciertos, a los errores, a la suerte que no se sabe si va a llegar a darte un beso o una bofetada. No imaginaban lo que sería de ellos en la vejez, lo que les deparaba la vida.

Transcurrieron los años y esa fuerza de la juventud, estuvo con ellos, apoyándolos, para los adioses de los seres queridos, para la separación inimaginable de sus hijas durante diez años, para que de un plumazo le quitaron todo lo conseguido en muchos años de trabajo, para emigrar con casi setenta y ochenta años.

Si te quedas mirando un buen rato la foto, no podrás ver lo que duelen las ausencias, las heridas que dejan hondas cicatrices, los días felices de la infancia, los besos recibidos y los dados, las palabras, los gestos cariñosos, esos momentos que dejan huella… Pero, sí podrás sentir que, a pesar de todos los pesares, la vida tiene muchos momentos mágicos.

 

© Marieta Alonso Más

 

lunes, 1 de diciembre de 2025

Amantes de mis cuentos: Abrir los ojos a un mundo nuevo

 




Mi madre siempre contaba que el día que nací soplaba un viento sin demasiada convicción y empujaba la barca hacia el sureste, hacia la orilla. 

Creyó que le daría tiempo a llegar. Pero no, la que escribe estas líneas tenía prisa por ver el sol, oler el mar, sentir la arena. 

Y asomé la cabecita.

Menos mal que mi tía, mujer espabilada como pocas, no se arredró. Me ayudó a salir y con una pequeña tijera para uñas, que llevaba en el delantal, cortó el cordón. Luego atendió a su hermana.

La energía del viento subió de tono y en la superficie del agua se formó una ola, solo una, pero de tal tamaño y fuerza que lo cubrió todo, bañó al bebé, a las mujeres, a la barca… Limpiando todo de impurezas. 

Los peces aquel día se dieron un festín.



© Marieta Alonso Más



sábado, 29 de noviembre de 2025

Cristina Vázquez: Mademoiselle

 


Le horrorizó la propuesta de su madre de ir a pasar el verano a Francia, cerca de Normandía. Una antigua señorita francesa, que la cuidó cuando ella era niña, las invitaba y repetía su proposición al menos tres veces al año. Se estaba haciendo vieja y el tiempo para poder conocer a la petite Irene apremiaba.

—Mamá, por favor —clamaba la hija—. Ve tú a verla, a mí no me fastidies las vacaciones.

Su madre, Claudia, era una mujer dulce y alocada, ociosa y encantadora. Un día prometía una cosa y al siguiente la olvidaba, por lo que Irene confió que su empeño por ir a Francia desaparecería en cuanto surgiera un plan más divertido. Estaba segura de que ese deseo de reencontrarse con su querida madeimoselle Antoinette, de la que se quejaba bastante al recordarla como una mujer severa, nerviosa y extremadamente delgada, se le pasaría. No fue así, o casi.

Se acercaba el momento peligroso de decidir el lugar de las vacaciones. Por fin donde siempre, o quizás mitad del mes a la casa, ideal, que le dejaban en Asturias y el resto al sur, dudaba la madre. Resultaba perfecto mezclar Mediterráneo y Cantábrico. Más divertido y se veía a más gente.

—Así, es imposible aburrirse en ningún sitio —confesaba Claudia con expresión de perrito desolado—. Si te quedas mucho tiempo te aburres y te aburren.

La hija miraba a su pecosa madre, en la que parecía que la madurez no iba a instalarse nunca, pues sus gestos, la naricilla respingona y el afán de felicidad, le resultaban a Irene excesivamente parecido a lo que ella y sus amigas todavía ansiaban. El padre, un guapetón de nuca rizosa y falsa mirada interesante, efecto de sus ojeras un poco abultadas, se había medio largado cuando ella tenía tres años. Medio largado porque luego aparecía y desaparecía a su antojo. Sus padres seguían manteniendo una amistosa relación. Irene calculaba que por parte de su madre más que amistosa, porque cuando él volvía a irse, se quedaba unos días como paralizada, igual que si se metiera en una nube o un sueño del que le costara salir.

Irene le veía cuando él tenía a bien volver de su estancia en Palma o de sus viajes no se sabía muy bien por dónde. Era cariñoso, simpático y entretenido al contar sus historias, hasta que la copa excesiva le volvía reiterativo y sentimental. Pero nunca les faltó nada, y aunque tuviera varias y sucesivas novias, con la mano en el pecho, juraba que los amores de su vida eran ellas dos: su única y auténtica familia.

En la última visita del padre, Claudia le contó con todo lujo de detalles que se iban a ir a Francia. Madeimoselle, tú la conociste, se estaba haciendo vieja y se sentía en la obligación de ir. Además, Irene practicaría un poco su francés y pasarían un saludable verano sin tanta bobada, salidas, copas y carreteras. Cuando hacía la enumeración de los teóricos peligros veraniegos, más que referirse a su hija daba la impresión de que eran aquellos de los que ella misma quería librarse.

—Me parece una idea colosal —apostilló Jaime, su padre.

Adoptó un papel institucional de progenitor responsable y casi exigió que así fuera. La verdad era que cada vez venía más, y se instalaba en la casa temporadas más largas. La humedad de Palma en invierno no le sentaba bien, le dolían las articulaciones, se estaba haciendo viejo, y buscaba el consuelo de su queja en Claudia.

Llegó el mes de junio y la fecha estaba cerrada para irse, pero al llegar al aeropuerto, Claudia, confesó emocionada a su hija que ella no iba a ir.

—Tu padre me ha pedido que volvamos a estar definitivamente juntos —un ligero rubor como de escolar arrebatada inundó sus pecas—. Y, en verdad, ha sido el único hombre de mi vida.

Se sintió traicionada, llena de decepción y hasta desprecio por esa madre que seguía siendo inmadura y pueril.

—Eres patética —le soltó antes de girarse—. Espero que os vaya bien.

En el avión notó como se le estrangulaba la garganta para contener el llanto. Se sintió perfectamente prescindible y utilizada. Cuando llegó a París estaba intranquila por si la reconocería la famosa madeimoselle, por si ella vería el cartelito con su nombre, por si lo mejor sería coger el primer avión de vuelta… Mientras estas ideas cruzaban su cabeza mirando aquí y allá, sintió una mano en su hombro, se giró y encontró a una encantadora mujer, como de cuento de niños: delgada, con el pelo blanco y un gorrito tipo boina, completamente fuera de lugar.

—Al fin te conozco, Irene, querida —su español era correcto, aunque con mucho acento.

En ese momento algo en ella se derrumbó y casi se echa a llorar. Durante el viaje hasta su casa condujo madeimoselle con más pericia de lo que se podía esperar y el tiempo del viaje se hizo ameno, mezclando francés y español. Irene estaba tranquila y encantada de ver ese hermoso y agradecido paisaje verde y frondoso.

—Ya hemos llegado —anunció madeimoselle Antoinette, después de girar por un pequeño camino.

La aparición de la casa conmovió a Irene. No supo decir por qué. Era de piedra con unas flores trepadoras que cubrían parte de la fachada, el tejado muy inclinado como de paja, luego supo que era lino, y un balcón con unas cristaleras en la parte central. Al entrar, un suave aroma a bizcocho o a algún otro dulce inundaba el ambiente. Antoinette le enseñó su cuarto en el primer piso, una habitación con un papel de flores azules en la pared y una cama con cabecero de madera. Le gustó. Al acabar que bajase a la cocina a tomar algo, le dijo antes de cerrar la puerta.

Entró en la cocina pintada de amarillo, con una mesa en el centro, grande, familiar, vajillas en los vasares y ese maravilloso olor. Se sentó a la mesa en la que destacaban el bizcocho, una tarta, frutas, queso… Y se echó a llorar. Madeimoselle alargó el brazo para cogerle una mano.

Este comedor, comenzó a contar en tono confidencial, lo había copiado del de la casa de Monet en Giverny, un pueblito cercano.

—Ya iremos a verlo. Verás qué maravilloso es el jardín.

 En esa casa el pintor fue feliz rodeado por su familia, continuó suavemente. Para ella, sus abuelos, su querida madre, Claudia, habían sido durante unos años su familia, siguió con voz dulce, pero sabía que la chere Claudia siempre sería una niña pequeña. Hizo un amplio gesto abarcando la estancia.

—Pretendo que esto sea un sitio de reunión, como si de otra gran familia se tratara —cruzó los brazos—. Quería conocerte, para que supieras que aquí siempre tendrás un hogar.

Llevaba años organizando cursos de cocina, confesó con orgullo. Venían muy buenos chefs y gente interesante. Pero, suspiró con cierta severidad impostada en su expresión, había que ser metódico y disciplinado. Luego, después de la técnica llegaba la inspiración.

—Te gustará y quién sabe, lo mismo llegas a ser una gran cocinera —le guiñó un ojo.

Se rio con suavidad y la animó a probar los platos del día.

© Cristina Vázquez

jueves, 27 de noviembre de 2025

Tabernas: Paisaje desértico

 


El único desierto de Europa, puesto que el resto se consideran zonas semidesérticas. Colinas escarpadas, cañones profundos y vastas llanuras de arena dorada conforman un paisaje maravilloso.

A pesar de su aridez, alberga una rica biodiversidad. En 1989 fue declarado Paraje Natural y Zona de Especial Protección para Aves y en 2016 Zona Especial de Conservación. ​

Su historia como set cinematográfico comenzó a finales de 1950, el mayor número de rodajes tuvo lugar en la década de 1960 y 1970. El declive comenzó en los años 80. Por él ha pasado Steven Spielberg, Sergio Leone, Clint Eastwood, Sean Connery, Harrison Ford… Los westerns más famosos rodados fueron: Trilogía del dólar, La muerte tenía un precio, El bueno, el feo y el malo… También otros géneros como Lawrence de Arabia, Cleopatra, Patton, Conan, el Bárbaro, Indiana Jones, La última cruzada…

De vez en cuando sigue siendo escenario para alguna película o serie de televisión, videoclips, anuncios de televisión…, aprovechando el fotogénico paisaje del desierto almeriense y gracias a los poblados del oeste que todavía siguen en pie.

En el año 2020 la Academia de Cine Europeo otorgó al Desierto de Tabernas y de manera unánime la distinción de Tesoro de la Cultura Cinematográfica Europea. ​

 

Lugar único y fascinante

en la provincia de Almería