sábado, 23 de agosto de 2025

Julia de Castro: El bosque de los cuatro vientos de María Oruña

 



Esta novela nos relata dos historias separadas en el tiempo y unidas en el espacio en el que se desarrollan.

En la primera el doctor Vallejo y su hija Marina, joven apasionada por la medicina y la botánica, viajan desde Valladolid a Santo Estevo en Orense para hacerse cargo de la salud de los monjes del monasterio de San Esteban del que, el hermano del doctor es abad.

El lugar es conocido por sus escudos de nueve mitras, debido a los obispos de los siglos X y XI que allí fueron enterrados y cuyos anillos se han convertido en una leyenda bien guardada hasta la actualidad. La misma que va a dar pie a la segunda de las historias que cuenta esta novela, convirtiéndose en el origen de la aventura que Jon Bécquer, antropólogo e investigador de piezas de arte desaparecidas, va a vivir.

Las tramas que nos presenta esta novela tienen todos los ingredientes para atrapar la atención, o eso pensaba yo. Un misterio milenario, asesinatos, bellos escenarios, pinceladas históricas y el relato de un amor imposible que llevará a sus protagonistas a luchar contra las normas establecidas.

Después de la saga de Puerto Escondido, estaba convencida de que este nuevo libro de María Oruña me iba a atrapar entre sus líneas y me iba a dejar un buen sabor de boca. No ha sido así, las expectativas iniciales se han ido desinflando con el paso de las páginas del libro. El desenlace de ambas historias me ha resultado pobre y ramplón.

Me hubiera gustado que la autora ahondara mucho más en la primera trama, que me ha resultado la más interesante de las dos. Creo que podría haber sacado más partido de sus elementos y haberla convertido de una novela de la que hablar.

Por otra parte, la historia del antropólogo Jon Bécquer, parece “traída por los pelos”, sin sustancia ni demasiada gracia y por supuesto, de escaso interés. Podría decir que me sobra.

Por último, el desenlace de ambas tramas parece un poco aturullado, un pase rápido por los acontecimientos principales que dan respuesta a los misterios planteados. Poco atractivo.

A pesar de esta experiencia fallida, estoy convencida de que la autora viguesa tiene muchas mejores cosas que ofrecernos en el futuro y, no hay que perder de vista que esto es solo mi opinión de lectora, nadie tiene porqué compartirla. En este caso lo mejor es comprobar por uno mismo y opinar con conocimiento de causa.

 

© Julia de Castro

Mi otoño en libros

Octubre 2020

 

jueves, 21 de agosto de 2025

Pirámides de Keops, Kefrén y Micerino

 



Levantadas en la llanura de Guiza, en las afueras de El Cairo, son de los monumentos más emblemáticos y fascinantes del mundo.

Construidas hace más de 4000 años siguen maravillando por su grandeza, misterio, grabados... Representan la grandiosidad y el ingenio de la antigua civilización egipcia.

La de Keops es la más famosa y una de las siete maravillas del mundo antiguo que siguen en pie y en gran parte sigue siendo un enigma de la ingeniería. Se calcula que está formada por dos mil trescientos millones de bloques de piedra que pesan entre 2,5 y 15 toneladas cada una. Con ciento cuarenta y seis metros de altura fue la estructura más alta del planeta hasta que se construyó la Torre Eiffel.

Estas impresionantes estructuras funerarias fueron erigidas utilizando técnicas y conocimientos arquitectónicos avanzados para la época y servían para resguardar la «esencia» del faraón.




martes, 19 de agosto de 2025

Liliana Delucchi: Detrás de la valla

 


Aunque me gustaba el colegio, el comienzo de las vacaciones de verano era lo más esperado en mi agenda infantil. Se debía a que los meses siguientes los iba a pasar en casa de mis tíos. Desde que tío Alberto se retiró de los negocios, con la abundante fortuna que logró gracias a su  sabiduría, la familia decidió trasladarse al campo, a un palacete estilo francés con escalera de doble entrada que daba al jardín. Me maravillaba todo aquello: el parque, piscina, cancha de tenis, caballerizas y mis dos primos, Alejandro y Tomás. Tía Julia nos llamaba los tres mosqueteros. Una mujer extraordinaria, no recuerdo haberla visto enojada ni una sola vez. Lo primero que surgía en la cocina, donde desayunábamos, era su sonrisa. Siempre estaba tarareando, y cuando nos veía aparecer, todavía en pijama, nos abrazaba y bailábamos al son de lo que estuviera cantando. Además de ser una magnífica cocinera, jamás repetíamos bollería ni almuerzos… Su luz lo inundaba todo, hasta los días de tormenta parecían brillar ante esa mirada.

Mi madre estaba un poco celosa a causa de mi devoción por ella. Decía que a tía Julia le sobraban motivos para ser feliz. Claro, no trabajaba; no tenía que pasarse ocho horas en una oficina, luego llevarme a actividades extraescolares y de regreso a casa preparar la cena, para después recogerlo todo. Seguramente tenía razón, pero yo ansiaba pasar tiempo en esa casa tan grande y cómoda en vez de en nuestro piso de la ciudad, donde se oía toser al vecino.

Lo que más encendía mi entusiasmo en aquella mansión era el bosque que se extendía al otro lado de la valla. Allí, Athos, Porthos y Aramis llevábamos a cabo nuestras más atrevidas aventuras. No nos faltaba D’Artagnan, que fue como bautizamos al jardinero que se ocupaba de mantener ese monte de pinos y abedules limpio y cuidado. Un hombre que entonces me parecía mayor. Delgado, enjuto y con muchas arrugas, nos relataba historias donde los personajes, tanto los buenos como los malvados, curiosamente, llevaban los nombres de los habitantes del pueblo cercano.

D’Artagnan tenía una hija que por entonces era un poco más pequeña que nosotros. Huérfana de madre, se convirtió en la protegida de tía Julia y de tanto estar juntas, la niña adoptó el temple y hasta la forma de caminar de quien llamaba madrina. Y aunque por aquel entonces yo no tendría más de doce años, me enamoré. Su nombre: Eva, como la primera mujer…, mi primera mujer.

Si bien teníamos prohibido entrar en la habitación donde tío Alberto guardaba su colección de espadas antiguas, hacíamos caso omiso y nos llevábamos algunas al bosque, donde las armas se cruzaban de acuerdo con lo que habíamos leído en alguna novela o visto en ciertas películas.

Después de limpiarlas, las devolvíamos a su sitio.

Las vacaciones en esa casona se vieron reducidas el verano del 83. Mis padres habían alquilado una residencia en la playa y partí con ellos. Fue la última vez que estuve allí.

Cuando regresamos a la ciudad, mi padre recibió una llamada de su hermano. La conversación duró bastante. Desde la mesa en la que yo estaba jugando con unos recortables, pude ver que la expresión de ese hombre tranquilo se iba transformando. No dio explicaciones, al menos a mí, solo comentó que mi tío lo necesitaba como abogado y partiría esa misma noche. Desde el otro lado de la puerta de la habitación, le escuché decir que cómo se le ocurría a Alberto dejar la sala de las armas sin llave. Tardó dos semanas en regresar.

Nunca supe exactamente qué pasó.

Mis tíos vinieron a la capital, camino de Suiza, donde fijarían su residencia y mis primos irían a un internado. Los acompañaba Eva, vestida de luto y de la mano de la que llamaba su madrina.

Cuando años más tarde, camino del sur, me acerqué a la que fuera mi casa de vacaciones de la infancia, la encontré abandonada. La escalera que daba al jardín estaba cubierta de musgo y le había crecido un arbusto; la maleza derribó la valla que separaba la parcela del bosque. Quise adentrarme, pero descubrí en el suelo un trozo viejo y roto de cinta amarilla donde pude leer: «No pasar, escena del crimen».

© Liliana Delucchi

domingo, 17 de agosto de 2025

Apellidos españoles: Cacho

 



 

El apellido Cacho, de origen español, se remonta a la Edad Media. Su origen se encuentra en la región de Galicia, en el noroeste de España, donde «cacho» significa «pedazo» o «trozo».

Otra teoría sugiere que el apellido Cacho puede tener su origen en el latín «caccabus», que significa «olla» o «cazuela». Esto podría indicar que los primeros portadores del apellido eran fabricantes o vendedores de utensilios de cocina.

En cualquier caso, el apellido Cacho es relativamente común en España y en países de habla hispana en todo el mundo.

La RAE nos dice que en su forma coloquial se usa, generalmente, seguido por la preposición de, para reforzar el significado del adjetivo o del sustantivo al que antecede. Ejemplos:

Cacho de pan

Cacho de idiota

 

Ocho palabras con cacho:

Alcachofa: Nombre. Planta hortense, de la familia de las compuestas, de raíz fusiforme, tallo estriado, ramoso y de más de medio metro de altura, hojas algo espinosas, con cabezuelas comestibles.

Cachondeo: Coloquial. Falta de seriedad o rigor en un asunto que lo exige.

Cachondo: Coloquial. Burlón, jocoso, divertido. También puede ser alguien dominado por el apetito sexual.

Cachopo: Nombre. Tronco seco y hueco de árbol

Cachorro: Nombre. Cría de perro, león, lobo, oso… En edificios antiguos, asiento, generalmente de piedra, labrado o construido al lado de las ventanas.

Frescachón: Adjetivo. Muy robusto y de color sano.

Picacho: Nombre. Punta aguda, a modo de pico, que tienen algunos montes y riscos.

Ricacho: Coloquial. Persona acaudalada, aunque de humilde condición o vulgar en su trato y porte.

viernes, 15 de agosto de 2025

Nuevo Akelarre Literario nº 119: Después del baño. Sorolla




Este cuadro de Joaquín Sorolla, nos muestra dos mujeres volcadas sobre un niño. Es una escena en la que se plasma la luz que el pintor supo captar con maestría, especialmente en estas obras de playa y mar.

Esta bella imagen ha dado motivo a nuestras autoras a unos cuentos muy diferentes, con familias unas perfectas y otras más complicadas de lo que parecen.


Disfrutad con nuestros cuentos, pinchando en el link


https://www.nuevoakelarreliterario.com/despues-del-bano/

miércoles, 13 de agosto de 2025

Malena Teigeiro: El color rojo del atardecer

 


Aunque fuera invierno, la tarde estaba tranquila, sin viento. Se detuvo un instante. Pasándose la mano por la sudorosa frente aspiró la suave y perfumada brisa. Recordó sus correrías de niña por el camino que ahora con rapidez desandaba. Miró hacia atrás. Las mismas luces violetas, naranjas y rojas del atardecer.

Su único amigo Juan, era hijo del farmacéutico de la aldea, un hombre viudo y dado a la bebida, que montado en su vieja bicicleta casi todos los días se acercaba a la casona en donde vivía Manuela. Corre Manuela, era el grito preferido del chico mientras pedaleaba por el camino de tierra. Y aunque Manuela intentaba seguirle, él siempre llegaba antes al bosque que rodeaba la casona del indiano. Luego, entre bromas y risas, descansaban tumbados debajo de una de las palmeras que su bisabuela trajo de las Indias. Con gran pesar de su madre, aquellos juegos hacían que Manuela siempre anduviera las rodillas llenas de golpes y arañazos. Las de él no. Las de él, que tanto admiraba la niña, eran redondas, siempre sanas y jugosas como la fruta.

Tras años de risas y carreras, y algunos castos besos en el palmeral, él se fue a la universidad. Iba a ser farmacéutico, como su padre. Manuela quiso acompañarlo. En cuanto lo expuso, su madre, jugueteando con uno de sus rizos, dijo que ella no necesitaba estudiar. Era débil para hacer algo tan profundo, añadió su padre. Nosotros te dejaremos lo suficiente para que vivas tú, tus hijos y tus nietos, expusieron casi al unísono. Y aunque nunca entendió que fuera una niña débil, consintió.

Aquella misma tarde le explicó ella no iría a la universidad. Decían que era débil y que esto no le permitía realizar estudios tan duros. Era cierto, dijo comprensivo Juan acariciándole una mejilla. Parecía una muñequita de porcelana, continuó secándole las lágrimas que, sin que pudiera evitarlo, le bajaban por las mejillas silenciosas como ríos sin piedras.

—No te preocupes, voy a volver todas las vacaciones y en cuando termine, enseguida nos casaremos —le susurraba acariciándole la nuca mientras la besaba—. Después nos iremos a vivir a la ciudad, lejos de esta aldea. Y tú me ayudarás a llevar la farmacia.

Levantando la cabeza, Manuela, tímida, preguntó si no pensaba volver a la aldea cuando se hubieran casado terminado. A él se le agrió la mirada. Quizá lo hicieran en el verano, rumio.

El primer año el muchacho volvió en Navidad, en Semana Santa y en el mes de julio. A partir del segundo curso ya solo lo hizo por Navidad. Según le relató en una triste carta, su padre no podía pagarle la carrera y si deseaba seguir estudiando no lo quedaba más remedio que trabajar. Ella lo comprendió. Y, animosa, continuó escribiéndole un día tras otro.

Cuando en alguna de las visitas a su padre, Juan aparecía por la casona del indiano, Manuela percibió que ya no era el alegre joven con el que jugaba de niña. Ahora, adelantando la barbilla con fiero orgullo, hacía malignas bromas sobre los hijos de los ricos. Manuela, sin comprender esos desplantes, intentaba animarlo. Cuando pusieran su farmacia, sería la más bonita y la mejor surtida de todas. Él que la miraba con astucia, la besaba debajo de las palmeras, aunque ya no con dulzura de entonces. ¿Que le pasaba a Juan?, le inquirió una mañana su madre. Le daba la impresión de que últimamente andaba con el ánimo rabioso. Manuela salió corriendo como si no la hubiera escuchado.

En cuanto terminó sus estudios, contrajeron matrimonio, y tal como predijo, se instalaron en la ciudad. Con el dinero que le regaló su padre a Manuela, instalaron la farmacia en una importante y céntrica calle.

Un año más tarde, tuvieron una niña. Según todos, era el vivo retrato de la madre de Juan, quien había desaparecido cuando él apenas andaba. Quizá por eso él no la soportaba, pensaba Manuela acariciando a su bebé. Dos años más tarde, llegó el ansiado hijo varón. Era el que iba a perpetuar su nombre, le dijo altanero con el niño en los brazos en la verdosa habitación del hospital. A Manuela, que por entonces ya había heredado todos los bienes de sus recién fallecidos padres, le vino a la mente la imagen del cirrótico anciano boticario, abandonado por su hijo en una residencia no mucho tiempo después.

El primer verano que volvieron a la finca como propietarios, Juan la llenó de invitados a los que ella atendió. Lo que más le gustaba de esa casa, le dijo, era que se encontraba en medio del bosque y los campos, lejos de la aldea y de sus miserias. El palacete estaba anticuado y tenían que modernizarlo, aseguró con la mano todavía en alto despidiendo a los últimos amigos. Ella, que en principio se negó, fue cediendo hasta que un arquitecto conocido de su marido la remodeló con acero y cristal, cosa que a Manuela entristeció. Sin embargo, a Juan le gustaba cada vez más aquella casa, y comenzó a ir solo. Alguien tenía que ocuparse de las tierras, comentó dándole un fuerte tirón de oreja que hizo que se le saltaran las lágrimas. No querría que fuese como su padre, a quien todos sus empleados tomaron el pelo.

Pronto Manuela supo a través de su administrador, que en aquellas visitas no iba solo. Solían acompañarlo uno o dos matrimonios. Y no tardó en enterarse de que la mujer del arquitecto tenía una especial sintonía con su esposo y de que solían pasar algunas noches en la casona. Prefirió cerrar los ojos. Sin duda, más bien antes que después, la abandonaría, igual que hizo con las otras. Sin embargo, esta vez no fue así. Una noche mientras cenaban él le confesó que se iba a divorciar.

—Estaba enamorado de otra. Por primera vez sentía por una mujer el delirio, el ardor de la pasión.

Manuela bajó los ojos. El ardor de la pasión. Aquellas palabras la humillaban. Levantó la mirada y vio a Juan paladeando unos sorbos de vino. Después de unos minutos continuó. También quería que supiera que ella además de torpe y fría, era bastante inútil. Dejó el tenedor sobre el plato y altanero adelantó la barbilla. Tampoco tenía formación para llevar la finca, por lo que en el reparto de bienes se la a iba a quedar. Del resto, ya hablarían. Manuela levantó la cabeza. Lo miró de frente.

—¿Qué bienes? Que ella supiera su suegro nunca aportó ni una botella de coñac. Y recuerda, que hasta el local de la farmacia es mío —él se levantó tirando la silla al suelo. Ya en la puerta, se volvió amenazante

—Por ahí, no Manuela. Por ahí no.

Esa noche Juan no durmió en la casa y por la mañana no fue a la farmacia. Manuela llamó al administrador. Sí. Tal como pensaba, don Juan estaba en la finca con la otra.

Al día siguiente, sin apenas dormir, Manuela se levantó decidida. Después de dejar a los niños en el colegio, se fue a visitar a su suegro a la residencia, tal y como solía hacer casi todas las semanas desde que Juan abandonó a su padre en ella.

—Hace una mañana tan linda que me lo llevo de paseo —cariñosa acarició el hombro a la monjita—. Ya lo traeré de vuelta para el almuerzo.

Con él en el coche se dirigió hacia la finca. Y aunque los ojos sin vida del hombre sentado a su lado, parecían fijarse en todo lo que iban dejando atrás, sus oídos escuchaban sin entender la monótona voz de Manuela: Su madre siempre le decía que esa casa sería suya. También le contaba que la construyeron sus bisabuelos. No era una casa cualquiera, añadía siempre poniendo los ojos en blanco. Era la casa del indiano, un palacete que habían construido con el dinero que trajeron de Cuba.

Apenas dos horas después entraron en la finca. Manuela dirigió al coche hacia el bosque. Luego dejó a su suegro a la sombra de una palmera. Presurosa, y sin dejar de escuchar la voz de su madre: La casa será tuya. La construyó tu bisabuelo..., se dirigió hacia la parte de atrás de la casa. Entró por el garaje al cuarto de calderas y abrió la espita del gas. Luego, sigilosa, subió a la cocina en donde abrió todas las llaves de la cocina. Los escuchó jadear en su dormitorio, el mismo en el que tantas noches durmiera con Juan.

—El pendejo —rio al escuchar la palabra cubana que tantas veces repetía su abuelo—, no ha tenido ni siquiera la delicadeza de ocupar otra cama más que la nuestra.

Como si quisiera borrar las noches de dicha en aquella habitación sacudió con fuerza la cabeza. Luego, dejó una vela encendida en el suelo del pasillo, justo delante de la puerta de la cocina. Después de cerrar el garaje sin hacer ruido, corrió a recoger a su suegro. Empujaba la silla hacia el bosque cuando la explosión la hizo detenerse. Qué más daba esa casa u otra cualquiera, se preguntó admirando el cielo que aquel atardecer era igual al de la tarde que Juan le dio su primer beso. Sonriente, advirtió que junto a los rosados y violetas que recordaba, ahora se mezclaban los rojos y naranjas del fuego que dejaba atrás. Qué suerte que la aldea estuviera tan lejos, susurró. Al menos en eso tenías razón, Juan. Porque hasta que sea de noche, allí no advertirán que el rojo del cielo no es un color del amanecer.

Al subir al anciano al vehículo, le vio en los abotargados y perdidos ojos una extraña luz. Parecía como si quisiera hablarle, cosa imposible, pues hacía más de dos años que había perdido ese don.

—Don Juan, solo quiero que sienta todavía más ardor que el que las caricias de esa mujer le puedan proporcionar. Y por usted no se preocupe, en cuanto los entierre, se vendrá a vivir conmigo y con los niños. Ahora, corramos a la residencia, que no quiero que hoy, precisamente, lleguemos tarde.

Y Manuela, después de secarle al anciano una lagrimita, le dio una cariñosa palmada en la mejilla y sin más, con la tranquilidad del justo, arrancó el automóvil.

© Malena Teigeiro

lunes, 11 de agosto de 2025

Santuario de la Virgen de la Fuencisla (Segovia)

 



Alberga a la patrona de la ciudad. Su fiesta tiene lugar el 25 de septiembre. Y su nombre «Fuencisla» deriva del latín que significa «fuente que mana». Detrás del santuario brotan multitud de fuentes.

Allá por el siglo XIII al pie de las Peñas Grajeras, se construyó una pequeña ermita. Con los años se fue quedando pequeña. En 1598, el obispo de Segovia, Andrés Pacheco, decidió la construcción del santuario y puso la primera piedra. Las trazas fueron de Francisco de Mora. Más tarde, en el siglo XVIII se realizaron diversas obras de importancia. El lugar fue visitado por el Papa Juan Pablo II en 1982.

Cuenta la leyenda que durante el reinado de Fernando III vivía en Segovia una joven judía llamada Esther. El rey Alfonso X, el Sabio, recoge en su cantiga CVII su historia. La joven se sentía atraída por la fe cristiana y eso no lo podían tolerar algunos judíos. Consiguieron con ayuda de la mujer de un hidalgo y falsos testigos acusarla de ser la amante de su esposo. La ley judía castigaba este pecado con la muerte y fue llevada hasta estas peñas. Cuando la empujaron, Esther se encomendó a la Virgen. Mientras caía apareció una paloma que la ayudó a descender lentamente posándose sobre el suelo sin sufrir ni un rasguño.  ¡Es un milagro! gritaron todos.

Tras este suceso, Esther se convirtió a la fe cristiana, bautizándose con el nombre de María y a partir de ese momento se dedicó al cuidado de la Virgen de la Fuencisla. Y se la conoció por María del Salto.

Cuando le llegó la muerte fue enterrada en la antigua catedral, situada frente al Alcázar de Segovia, reconociendo de esta forma la importancia de este milagro para la comunidad cristiana. Tras la parcial destrucción de la antigua catedral debido a la Guerra de la Comunidades, se comenzó la construcción de la nueva catedral en 1525, y sus restos se depositaron en una urna a cierta altura en el tramo sur del claustro.



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