Soy un gato redondo y mimoso. No sé los años
que tengo. Durante un tiempo viví con una anciana medio lela que, como iba por
la vida sin mirar, casi siempre me pisaba la cola. Harto de sus
ruidos (los hacía para todo, desde respirar hasta sonarse, y no hablemos de las
ventosidades), como estoy sola, decía… ¿Cómo sola, y yo qué soy? Harto de ella,
como dije, un día la esperé agazapado detrás de un tiesto y cuando escuché su
desacompasado taconeo (no sé si mencioné que también era coja), le mordí el
tobillo. Ese acto supuso mi expulsión de tan digna mansión (para la vieja y sus
amigas, porque era lo más parecido a un mausoleo) y mi ingreso en una casa
menos noble, pero más divertida. O eso creí, siempre fui un optimista.
Abuela, madre e hija se sentaban en el patio
a bordar, mientras el padre y yo leíamos.
La abuela era flaca y seca, lo único bueno
que tenía es que le gustaba la ópera, pero cuando me acurrucaba a sus pies, el
placer de escuchar a Puccini me hacía ronronear, lo que acababa con una patada
en mi trasero.
Si algo tengo es constancia, así que una y
otra vez volví a la salita de la anciana,
hasta que la muy cretina me echó y cerró la puerta. Disfruto
demasiado de la música como para perdonárselo, así que una noche de invierno en
que ella había dejado la ventana de su habitación entornada, la abrí de par en
par. Octogenaria más pulmonía es igual a muerte segura.
Formé parte del cortejo fúnebre, me hice un
sitio en el velatorio y el funeral… es que sonaba el Réquiem de Verdi.
No sé que les ocurre a los humanos que no
soportan los espacios vacíos; la madre empezó a ocupar el lugar de la
desaparecida anciana, tanto que la rozagante dama empezó a menguar y a crecerle
la nariz. Afortunadamente , mi
querida niña seguía como siempre. Solitaria y cariñosa, era la única que me
acariciaba y en las noches de frío me ponía una mantita, hasta que en una
oportunidad en que no encontró otra cosa para taparme, lo hizo con una chaqueta
de su madre. Fue entonces cuando la egregia señora decidió que le tenía alergia
a mi pelo y que debían deshacerse de mi. El llanto de la joven me conmovió; su
pecho con suspiros entrecortados en el que me había refugiado a la espera de
mis nuevos dueños, me decidieron a acabar con la ambigüedad de mi situación.
Una descarga eléctrica terminó con el
trastorno de la dueña de casa y, por fin, Samanta quedó al cuidado de los
machos: su padre y yo. No creo que venga ningún otro porque, a pesar de que ya ha
dejado la adolescencia, todo el mundo sabe que chica con padre más gato es
igual a solterona.
© Liliana Delucchi
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