Cuando
Marga se marchó sin avisar ni despedirse, dejó abandonadas algunas pertenecías
en casa de Félix: dos blusas, un libro, un viejo teléfono móvil y una gorra de
cuadros que él le había regalado la tarde que se conocieron. Dejó también una
carta muy larga que él prefirió no leer, imaginando de antemano la retahíla de
recriminaciones con las que ella justificaba su decisión de romper.
La
suya había sido una relación tan corta como inesperada, poco más que el efímero
encuentro de dos almas solitarias, que alivió durante unos meses la monótona
vida de solterón insociable que Félix solía llevar, y que a punto estuvo de
conseguir que terminara haciéndose ilusiones.
Él
intentó asumir con entereza aquel nuevo fracaso sentimental, y le hubiera
resultado más fácil conseguirlo si una noche, a altas horas de la madrugada, el
viejo teléfono móvil de Marga no hubiera cobrado vida de repente,
sobresaltándolo con su estrepitosa melodía.
Rebuscó
medio dormido en el cajón donde había guardado las cosas de ella, pulsó la
tecla de color verde y escuchó sorprendido la voz de un hombre que hablaba en
tono inquietante. Pocos segundos después la batería del teléfono se agotó y
Félix se quedó sumido en el desconcierto, insomne ya para el resto de la noche.
Conectó
un cargador y situó el aparato muy cerca de él, junto a la cama; y las luces
del amanecer lo sorprendieron todavía despierto, esperando inútilmente que
volviera a sonar, y formulándose mil preguntas para las que no encontraba
respuesta.
Dos
noches después, casi a la misma hora, el viejo teléfono móvil cobró vida otra
vez y, ahora sí, Félix dedicó largos minutos a escuchar la monótona verborrea
de aquel tipo que parecía conocer muy bien a Marga, y que mezclaba sus desesperados lamentos con
amenazas, los halagos con insultos y los recuerdos de una vida pasada con el
deseo de otra mejor, juntos de nuevo los
dos.
Cuando
se cansó de escuchar, abrumado por un remolino de sentimientos contradictorios
que no sabía cómo interpretar, Félix pulsó la tecla roja y se quedó mirando al
techo con los ojos muy abiertos, consciente de que le esperaba otra larga noche
de insomnio.
Con
el tiempo, aquello comenzó a convertirse en una rutina insoportable. Muchas
veces, en medio de la noche, el teléfono sonaba y Félix dedicaba un buen rato a
escuchar las confusas admoniciones de aquel hombre a quien imaginaba, como él
mismo, insomne y con el corazón partido por la ausencia de Marga. Podría
haberse deshecho definitivamente del teléfono móvil, tirándolo a la basura, por
ejemplo, pero había algo en la voz y en las palabras que sonaban al otro lado
de la línea que lo inquietaban. Algo como un mensaje oculto, como una amenaza
que parecía encontrarse cada noche más cerca.
—Ahora
ya sé dónde estás –dijo aquel hombre la última vez– y ya no podrás escapar de
mí.
Félix
pulsó de inmediato la tecla roja y notó que el miedo se extendía por su cuerpo
como el contacto viscoso y desagradable de un gusano sobre su piel. Fue
entonces cuando encontró el valor suficiente para rebuscar entre las cosas de
Marga y decidirse a leer la carta que ella le había dejado.
En
contra de lo que esperaba no había ningún reproche en sus palabras, sino una
larga y desconsolada despedida con abundantes referencias a una relación
anterior, marcada por el miedo y la tristeza.
«Mi marido me ha encontrado de nuevo –decía—
y no tengo más remedio que huir. Cuídate de él, es un hombre muy peligroso» —y
luego, añadía al final— «cuando todo esto termine volveré a por mi gorra de
cuadros».
© José
Carlos Peña
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