Foto: Socorro González-Sepúlveda San Martín de Montalbán |
El viento se colaba por las rendijas de las puertas y
llegaba hasta los hombres sentados alrededor de la lumbre. Otras veces, entraba
por la chimenea llenando la cocina de
humo. Era una mañana de febrero desapacible, fría. Algunos parientes y vecinos
habían venido a despedir al soldado: estaban allí, con sus caras redondas,
rojas por el calor del fuego, serias por las circunstancias.
-Mala
suerte -dijo
un vecino-
tocarle África.
-Es
muy lejos. No podrá venir mucho con permiso -dijo
otro.
-Los
moros son traidores. Ándate, con tiento -dijo
un tercero, después de beberse el vaso de vino, que iban llenando y pasando de
uno en uno.
Era el hijo mayor el que marchaba a África. Nunca había
salido más allá de la capital de la provincia. La madre había buscado alguna
recomendación entre sus conocidos, pero nadie sabía de ningún militar de alta
graduación. Ella no se arredró y escribió, directamente, al Capitán de la
Compañía. Le dijo que cuidara de su hijo, que le recomendaba lo que más quería.
El Capitán contestó con una carta muy bonita, que ella enseñaba orgullosa a
todo el mundo.
Al otro lado de la cocina, junto a la puerta de la
cuadra, los hermanos rodeaban al quinto. Estaban tristes. Miraban el suelo
mohínos sin saber que decir. Solo los más pequeños hacían broma y pedían cosas
a su hermano.
-Cuando
vuelvas, tráeme unas medias de cristal -dijo
la hermana.
-A
mí un cinturón de plexiglás -saltó
la niña─. Ya soy mayor.
-¡Yo
quiero ir contigo! -Añadió
el más pequeño.
Él simuló ir a la cuadra para que no notaran su emoción.
Llegó la hora de marchar. Uno por uno, fueron abrazando
al soldado. La madre lloraba; los pequeños también. El padre, como hizo con él
el abuelo, le dio su bendición. Los
vecinos miraban la escena. Él salió deprisa de la cocina. Al pasar por el
patio, se fijó en los gatos que tomaban el sol y en el par de palomas que
picoteaban tranquilamente. Sin volverse, salió a la calle para reunirse con los
otros quintos. El autocar los esperaba a la salida del pueblo.
©
Socorro González- Sepúlveda Romeral
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