Como cada mañana,
Blanca, que apenas alcanzaba a mirar al espejo del baño cara a cara para contarle
lo que esperaba del día, salió como una flecha de su casa. Llevaba consigo una
magdalena en la boca y el temor a las reprimendas de la señorita Angustias que,
a buen seguro, le tenía preparadas por sus habituales faltas de puntualidad. Lo
cierto es que sus retrasos no eran por culpa suya. Ella se despertaba cada día
cuando su mamá le llamaba con cariño al olor de una taza de chocolate caliente,
se metía en la ducha como quien pasea unos instantes bajo la lluvia, con el fin
de compartir el agua caliente con el resto de sus hermanos, se vestía con el
tiempo necesario para meter una mano en cada manga del jersey y atarse cabalmente
los cordones de los zapatos con doble lazada. Y llegaba a su aula siempre a la
misma hora; justo en el momento exacto en el que entraba por la puerta. Porque,
claro, Blanca ya no era una chiquilla de la que había que estar pendiente. Era
una niña responsable.
Lo que ocurre es que,
de camino a la escuela, comenzaban a pasarle cosas. Como ese charco inmenso que
apareció un día de lluvia en la plaza del pueblo y al que no pudo resistirse
durante dos semanas. O esa costumbre suya de atravesar las calles adoquinadas
saltando únicamente sobre los cantos mejor pulidos por el paso de los años;
algo que resultaba muy divertido pero que obligaba a dar bastantes rodeos.
Aunque, lo que le sucedió aquel día de invierno fue más fascinante de lo
normal. Tanto como para no aparecer por la escuela durante todo el día.
Ya de camino, cuando
tenía en mente completar su recorrido de adoquines lo más pronto posible, empezando
a hacer figuras en el aire con el vaho que el frío le proporcionaba, un cartel
gigante que vio pegado en la pared de la iglesia, lleno de animales y colores
llamativos, le hizo perder la cuenta de las piedras y de las minúsculas nubes
que ella misma fabricaba. ¿Qué era eso?, se preguntó. No lo he visto nunca,
dijo. ¿Y por qué hay más papeles de esos por toda la plaza?
La pequeña Blanca se
aproximó hasta uno de ellos. Lo observó durante un buen rato, boquiabierta y
con los ojos como platos, sin mover un solo músculo que no sirviera para
respirar o parpadear de vez en cuando. De aquella ilustración tan repleta de
detalles mágicos le llamaron rápidamente la atención los caballos y elefantes
que aparecían dibujados. Una mujer realizando equilibrios sobre uno de aquellos
purasangres que galopaba en círculos. Incluso creyó haber descubierto un nuevo
animal que desconocía, una especie de hipopótamo de color rosa que vestía un tutú
blanco. Se fijó, también, en aquel señor con levita y sombrero de copa rojos
que gastaba semejante bigote. Se asombró al ver el retrato de un hombre que
parecía tragar fuego y, curiosamente, se asustó cuando miró a otro con la cara
maquillada de blanco y una prominente sonrisa.
En ese momento sintió
algo de miedo. Miedo a algo que le resultaba desconocido. Su primera intención
fue la de alejarse, dar un paso atrás y evitar problemas, pero decidió ponerse
de pie sobre un banco de madera que había justo delante para echar un último
vistazo. Fue entonces cuando descubrió que también había escritas en aquel gran
dibujo eso con lo que la señorita Angustias estaba últimamente muy pesada y que
llamaba letras.
Por aquel entonces,
aquella niña de pelo rubio y ojos verdes, tenía la edad suficiente como para
empezar a leer algunas palabras no demasiado largas y, por más que lo
intentaba, no sabía muy bien qué era lo que decían estas. De nuevo estuvo a
punto de marcharse, pero no podía llegar a la escuela sin conocer el tema del
que los demás niños estarían hablando durante todo el día. Por lo tanto, decidió
prestar una vez más atención a aquel cartel, arrugó su naricilla casi como si
quisiera obligar a sus nuevas gafas a desentrañar lo que decía aquella hoja de
papel tan llena de colorido y aventuras por disfrutar. ¡Hoy viernes, Gran
estreno!, decía el cartel. ¡Precios populares! ¡Un espectáculo para toda la
familia! ¡El Circo de los hermanos Tonetti!, leyó. ¡Oh, el Circo!, exclamó. Y
en ese momento volvió a desconectar del espacio y el tiempo en el que vivía y
comenzó a hacer correr sus piernas y su imaginación a partes iguales; por cada
calle, cruzando cada plaza, convencida de encontrar en algún lado una gran
carpa. Porque el circo había llegado al pueblo.
Casi sin darse cuenta,
la joven niña había recorrido el pueblo entero buscando a los protagonistas del
anuncio, olvidándose por completo de haber ido a la escuela. Dio con un camino
que se adentraba en el bosque y, mientras lo recorría, se olvidó también de
regresar de vuelta a casa para comer junto a su familia. Y así, sin pensar en
otra cosa que en las atracciones de aquellos artistas itinerantes, vio como la
noche se le echó encima poco después de salirse del último de los caminos que
conocía. Fue entonces cuando comprendió que se había perdido.
Mientras, en el pueblo,
su madre y sus hermanos ya la estaban buscando. La señorita Angustias había
movilizado al resto de compañeros de Blanca y a sus familias para encontrarla,
y no quedaba un vecino por conocer la noticia. Eran las siete de la tarde. La
hora del gran estreno del circo, y la gran carpa de tres pistas se veía completamente
vacía. Los payasos, propietarios del espectáculo, preguntaron por la extraña
falta de público y, cuando supieron de la preocupante noticia, no dudaron en ofrecer
su ayuda junto al resto de los artistas.
Poco a poco, la noche
fue haciéndose más fría, la preocupación se tornó en miedo y el bosque fue
haciéndose más y más peligroso. Para su familia, los segundos parecían minutos
y los minutos parecían horas. Ya muy tarde, cuando la noche estaba a punto de
acabarse junto a la esperanza, el crujir de hojas secas que provocaron las pisadas,
despertó repentinamente a la pequeña, que dormía acurrucada bajo unas rocas. Casualmente,
la primera persona a la que vio la niña cuando abrió sus ojos fue la misma que
le había provocado aquel temor cuando miraba aquel cartel. Era aquel payaso. Cuando
cogió a Blanca en brazos y la devolvió junto a su madre, de nuevo se sintió a
salvo. Las emociones fuertes por ese día habían terminado.
Lo que sucedió al día
siguiente, aún hoy es tema de conversación, transmitido de padres a hijos. Un
sol radiante concedió una tregua a las gentes de aquel pueblo acostumbradas al
seco frío castellano. Cada persona, al cruzar su camino con otra, regalaba una
sonrisa cómplice, cargada de significado. Y, por una vez, se había visto a todo
el pueblo unido en una misma causa como nunca se había conocido.
Por la tarde, de nuevo
a las siete en punto, el maestro de ceremonias esta vez sí dio comienzo al
espectáculo circense, ante unas gradas repletas por niños y mayores deseosos de
una tarde de felicidad. Sus corazones pasaron del miedo y la preocupación al
alivio, y de ahí, a una sensación mayor que las demás, provocada por la ovación
más grande que el circo de los hermanos Tonetti jamás hubiera conocido. Fue
justo en el instante en que la pequeña Blanca, acompañada de los payasos, salió
al centro de la pista para el número final. Porque el circo había llegado hasta
su pueblo, todo había vuelto a la normalidad, y porque la niña disfrutó de una
tarde de circo mejor aún de lo que soñó cuando dejó volar su imaginación frente
a aquel cartel de la plaza.
© Alberto Martínez Ibañez
Muy bonito, Alberto. Recuerdo el circo de los hermanos Tonetti y, al igual que la pequeña Blanca, yo también me quedaba embelesada mirando aquel cartel, no tan perfecto como los de ahora, pero lleno de colorido, que ya te hacía soñar estar dentro de esa carpa misteriosa, donde todo parecía ser posible. Enhorabuena.
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