Era incapaz de conciliar el sueño. La
voz atronadora de la tormenta se ocupaba de que fuera imposible
descansar aquella noche. Dio una nueva vuelta en la cama helada e intentó
entrar en calor frotándose un pie contra otro. Apretó los ojos con saña, como
si solo a base de fuerza de voluntad fuera a ser capaz de conjurar a Morfeo.
Aquel era un dios caprichoso y los deseos de una niña de 12 años parecían no
estar entre sus prioridades.
Molesta consigo misma encendió la
lámpara de la mesilla de noche y durante el segundo que dio paso de las
tinieblas a la luz le pareció ver algo en una de las paredes. La ensoñación
se evaporó de inmediato y la chiquilla negó con la cabeza, dejando de lado lo
que creía haber visto. Se destapó con energía y se calzó las zapatillas de
andar por casa. Tomar un vaso de leche le pareció la mejor idea para hacer
venir al sueño.
El pasillo estaba muy oscuro y Alma
tragó saliva. A pesar de jactarse frente a sus compañeros de clase de que había
superado el medio a la oscuridad cierto desasosiego sí que le producía
la falta de iluminación. Sin embargo intentó mostrarse valiente. De día aquel
corredor no asustaba en absoluto. Apretó los dientes y de una carrera atravesó
el lugar en menos de un minuto. Una vez a salvo en la cocina, encendió la luz y
por el rabillo del ojo creyó ver de nuevo aquella cosa que pareció intuir en su
alcoba. Suspiró y cerró los ojos. Al abrirlos aquella cosa (quizás
hubiera sido mejor referirse a ella como ser) seguía allí.
Era de corta estatura y piel
viscosa. Su delgadez era extrema y de la cabeza le caían algunos mechones
de cabello desordenado. Tenía los miembros largos y sus formas eran
antropomorfas, a pesar de ello caminaba más bien encorvado y no paraba de
temblar. Sus ojos, unos enormes ónices que no dejaban de observar a Alma, brillaban en
medio de una cara sucia y esquelética con un amago de nariz y unos labios
gruesos que se mantenían solapados y que parecían ocultar unos dientes enormes
dado su abultamiento. La niña dio un respingo y la criatura hizo otro tanto.
Durante un segundo eterno ambas se quedaron en silencio, sus miradas
conectadas como si estuvieran hablando un lenguaje que solo ellas podían
entender.
—Edward
—susurró la niña entonces, acercando su mano a la del diminuto ser que no
paraba de tiritar—, papá te ha dicho que no puedes subir a casa sin
permiso.
—Edward
tiene permiso —contestó la criatura con una voz tan humana como la de Alma,
aunque masculina. Ni siquiera miró la mano que le acercaban.
—No
es verdad.
—¡Hermana
mayor mala!
—¿Y
si no le contamos nada a papá y duermes esta noche en mi habitación?
Los ojos de Edward se
volvieron menos oscuros, parecidos a los de un niño de seis o siete años, y
aferró los dedos de la chica, eufórico. Tomaron un poco de leche y se fueron
por donde Alma había venido un momento antes. La chica solo esperaba que su
padre no descubriese que había dado cobijo al pequeño. No le gustaba nada que
Edward abandonase el sótano donde vivía.
© M. J. Pérez
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