La mañana en que Carmen se
bajó de aquel tembloroso tranvía, se dio de bruces con un buen chaparrón:
«Estoy en San Sebastián» y sintió un temblor en las rodillas. Era la primera
vez que a sus catorce años viajaba tan lejos del caserío. En el pecho guardaba
una carta de recomendación con la dirección de una casa. Su madre, Miren,
llevaba años trabajando de cocinera durante el verano para una marquesa, que un
día se fijó en la cofia y el delantal que usaba y preguntó de dónde los había sacado.
Me los ha hecho mi hija, fue la respuesta. ¿Me permite? Solicitó la marquesa
alargando el brazo.
Sin saber si aquello era
bueno o malo se despojó despacio de las dos prendas que fueron examinadas con
gran detenimiento. ¡Vaya, vaya! ¿Quién ha enseñado a su hija? Nadie, señora, le
sale de muy dentro coser así. Paño que cae en sus manos se convierte en algo
útil.
-Qué
venga a verme -ordenó
la marquesa.
«Camina,
hija, hacia tu futuro» le había dicho su madre cuando
le entregó una faltriquera con los pocos ahorros familiares.
Subió despacio los
escalones y tocó a la puerta. Una joven preciosa, con cuerpo escultural, le
franqueó la entrada. Con voz inaudible dijo que quería ver al señor Cristóbal. ¿Para
qué? No sé. Traigo una carta de la marquesa y ahuecando el escote del vestido la
sacó y se la entregó. Con ella en la mano, pidió que la siguiera a una sala y
la instó a que se sentara y esperase.
Ante ella, una muñeca de su
tamaño la miraba fijamente. Regresó la joven y comenzó a vestir aquella figura
que tenía unas ruedas o tornillos, no alcazaba a ver bien, que estaban medio
hundidos en los laterales. Al verla con ojos de asombro, la joven la miró de
reojo: «Esto
es un maniquí, que sirve para hacer vestidos con la talla exacta de las clientas.
Si engordan o adelgazan, aunque solo sea cincuenta gramos, pues con darle una
vuelta de tuerca, ya está».
Carmen apretó el hatillo
sobre sus muslos. Intentó decir algo pero había perdido el habla.
La joven trasteaba entre
unas telas a las que llamó retor. ¿Sabes qué es? Con la cabeza asintió. «Es
un buen algodón, mi madre la llama lienzo moreno o glasilla»,
se la oyó balbucear sin que su voluntad hubiese querido hablar.
-¡Vaya,
sabes de tejidos!
Y declamó como si fuera una
actriz, que dicha tela se usaba para la confección de enaguas, para los trajes
regionales, para tapizar las partes que no están a la vista en los sofás, para
forrar cortinas…
-También
como trapo de limpieza -esa
era Carmen interrumpiendo.
-Pues
sí… -y
la joven se dignó a mirarla de arriba abajo. El silencio se volvía engorroso.
-¿Eres
la nueva chica de la limpieza?
-No
sé… Me dijeron que viniese.
-Pues,
estás en un taller de costura. En francés es «atelier».
-¡Ah!
En ese momento entró un
hombre con su carta en la mano. La miró con minuciosidad.
-¿Qué
sabes hacer?
-Nada.
Con esa simple respuesta sintió
que él la miraba con sorpresa y simpatía.
-Tengo
entendido que sabes coser.
-Eso
sí.
-A
ver, aquí tienes un maniquí, esta tela y este diseño. Enséñame lo que haces.
-Yo
nunca he cosido sobre una muñeca, yo a la Bernarda le coloco la tela encima y
con el metro al cuello, dando un poquito de aquí y otro de allá, voy
cortando.
El hombre hizo un gesto a
la joven para que se quedara estática ante Carmen y pudiera trabajar sobre ella.
Con la tijera en mano, los
alfileres en la boca, aguja y hebra engarzadas, se sintió en su ambiente, se
olvidó de todo y demostró su saber. Con los años aprendió a enriquecer con
bordados a mano, lentejuelas y pedrerías, los vestidos que debía confeccionar.
Viajó a Madrid, Barcelona, París. Conoció una larga lista de mujeres de la alta
sociedad y de la nobleza, siempre a la sombra de aquél, que en una mañana lluviosa,
se quedó con la boca abierta al verla trabajar.
© Marieta Alonso Más
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