sábado, 17 de marzo de 2018

Alejandro Casona: Flor de Leyendas: El destierro de Mío Cid









El “Poema de Mío Cid” es el más bello y más antiguo monumento de la épica castellana. Fue compuesto a mediados del siglo XII, unos cincuenta años después de la muerte del Cid, por un juglar desconocido, probablemente de Medinaceli.  De su primer cantar, “El Destierro del Cid”, está tomada en todos sus detalles y expresión esta versión, excepto en la causa del destierro, en que nos hemos acogido a la tradición, más popularizada, del Romancero.




En el sitio de Zamora mataron a traición al buen rey Sancho el Fuerte, a quien servia Mío Cid el Campeador. Su hermano Alfonso hereda el trono. Y en Santa Ga­dea de Burgos, sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo, el Cid toma jura­mento al nuevo rey de Castilla. Así le toma la jura:

—Villanos te maten, rey, que no gue­rreros hidalgos; mátente en un despobla­do, con cuchillos cachicuernos; sáquente el corazón vivo por el costado, si no dices la verdad: si tú fuiste o consentiste en la muerte de tu hermano.

Fuertes eran las juras. Trabajo le cues­ta al rey aceptarlas. Pero jura al fin y es aclamado señor de Castilla. Después se vuelve muy enojado contra el Cid:

—Mucho me has apretado, Rodrigo. Ahora, en un plazo de nueve días, saldrás de estas mis tierras. Yo te desposeo de tus honores y hacienda. Desterrado queda también y sin mi amor todo el que te sir­va y te acompañe. Vete de mis reinos, Cid. Quédenme en rehenes tu mujer y tus dos hijas.

Nueve días de plazo ha dado Alfonso el Castellano a Mío Cid para salir de sus tierras. En su casa de Vivar está el buen Campeador con los pocos amigos que se atreven a seguirle. Allí habló Alvar Fáñez de Minaya, del Cid primo hermano:

—Pocos somos, pero firmes. Jamás te abandonaremos por yermos ni por pobla­dos. Contigo gastaremos nuestros caballos, nuestros dineros y nuestros vestidos. Siem­pre te seguiremos como leales vasallos.

Así sale Mío Cid el Campeador de sus tierras de Vivar, y hacia Burgos se en­camina. Va derramando llanto de sus ojos y mirando hacia atrás. Queda su casa con las puertas abiertas, desguarnida de pieles y de mantos, sin azores en las alcán­daras. Pero a su diestra mano vuela la cor­neja, y el Cid se conforta con este buen augurio.

Cuando atraviesa la ciudad de Burgos lleva sesenta pendones tras de sí. Niños, hombres y mujeres a las ventanas se aso­man por ver al Campeador. Todos decían la misma razón: “¡Qué buen vasallo seria si tuviera buen señor!”

De buena gana le darían albergue en sus casas. Pero el rey lo ha prohibido con severas penas. Anoche llegaron sus cartas ordenándolo así. El Cid llega a la posada donde solía parar; saca el pie del estribo y da con él un gran golpe en la puerta. Pero nadie contesta. Llaman todos con las voces y las armas. Tienen hambre. Si no se les acoge de grado, lo tomarán por la fuerza. Entonces se abre la puerta, y una niña de nueve años habla al Cid desde el umbral:
Estatua del Cid.
Anna Hyatt Huntington
Avda. del Cid en Sevilla, Andalucía, España


—Campeador, que en buen hora ceñiste espada: no podemos darte asilo, que el rey lo tiene vedado. Si lo hiciéramos perdería­mos nuestra hacienda y los ojos de nues­tras caras. Sigue adelante y que Dios te bendiga. Con nuestro mal, buen Cid, no ga­nas nada.

El Cid comprende el llanto de la niña, y da la orden de marcha. Triste está su co­razón cuando atraviesa Burgos. Fuera de las murallas, al otro lado del Arlanzón, manda plantar sus tiendas. También el rey ha prohibido que se le venda ningún ali­mento. Pero Martín Antolínez, el burga­lés de pro, no tiene miedo del rey. El les da de su pan y de su vino, y se une a la mesnada.

Así pasa Mío Cid, en un arenal, la pri­mera noche de su destierro.

Antes de amanecer, el Cid y los suyos siguen su marcha hacia el monasterio de San Pedro de Cardeña. Va el Cid a des­pedirse de su mujer, doña Jimena, y de sus hijas, que allí le aguardan. Cuando descabalgan al pie del monasterio, cantan los gallos y quiere quebrar el primer al­bor. Llaman, y todos se alegran dentro al reconocer al Cid. Con luces y candelas sa­len los monjes al patio. Ved aquí a doña Jimena que llega con sus dos hijas. Muy niñas son aún; a cada una la trae una dama en brazos. Allí habló doña Jimena; llanto tiene en los ojos y le besa las manos:

—Aquí, ante vos, me tenéis, Mío Cid, y a vuestras hijas. Bien veo, Campeador, el de la barba crecida, que marcháis a vuestro destierro. Estando los dos en vida tenemos que separarnos.

El Cid se inclina para coger a sus hi­jas. Y en sus brazos las sube hasta su corazón.

Aquel día, todos, se aposentan en el mo­nasterio. Las campanas de Cardeña tañían a gran clamor. Por las tierras de Castilla corre el pregón de que el Cid sale desterra­do. Muchos son los caballeros que dejan sus casas y tierras por seguirle. En el puente del Arlanzón se juntan más de cien. ¡Dios, qué buena compaña en San Pedro se re­unió! Allí Minaya Alvar Fáñez, el de la atrevida lanza; allí Martín Antolínez, el burgalés leal; allí Pedro Bermúdez, que cien banderas ganó, y Muño Gustioz, que en la misma casa del Cid se crió, y Alvar Álvarez, y Galindo García, guerrero de Aragón. Todos le besan las manos. Viéndoles junto a sí, ¡Dios, cómo se sonreía Mío Cid el Campeador!

Del plazo de nueve días, los seis han pa­sado ya. Mandado tenía el rey que si pa­saban los nueve, ni por oro ni por plata pu­diera el Cid escapar. Al finar el sexto día, mi señor el Campeador los manda a todos juntar.

—Oídme, varones. Mañana, al amane­cer, cuando los gallos canten, ensilladme los caballos y partamos. El buen abad don Sancho nos rezará la misa de la Trinidad. Luego, echemos a cabalgar, que ya el pla­zo viene cerca. Mucho tenemos que andar.
 
Estatua ecuestre del Cid
esculpida por González Quesada
Burgos, España, 1955.
Ya tañían a maitines. Doña Jimena re­zaba en las gradas del altar. Después que oyeron la misa de la Santa Trinidad, el Cid besa a sus dos hijas. Doña Jimena no hacía más que llorar y llorar. Allí la abra­zaba el Cid. Y así se separan uno de otro como la uña de la carne. Cantaban enton­ces los segundos gallos.

Con las riendas sueltas ya cabalga Mío Cid, el que en buena hora nació. De todas partes guerreros se le vienen a juntar. Aquella noche duermen en Espinaz de Can. Otro día, de mañana, volvían a cabalgar. Pasan San Esteban de Gormaz y van de­jando su patria a la espalda. De todas par­tes guerreros se le vienen a juntar. Y al tercer día cruzan el Duero y acampan al pie de Atienza, que es tierra de moros.

El plazo ya está cumplido. Castilla se acaba ya.

La primera noche que el Cid duerme fuera de su tierra tuvo un sueño feliz. El arcángel San Gabriel vino a él en una visión y le habló:

—Cabalga, buen Cid, cabalga; cabalga, Campeador, que nunca tan en buen hora ha cabalgado varón. Bien irán las cosas tuyas mientras vida te dé Dios.

Mío Cid, al despertar, la cara se san­tiguó.

Rompen albores del día. ¡Qué hermoso sol despuntaba!

Aquel día dio el Cid su primera batalla de desterrado. Con cien de sus trescientos caballeros cayó sobre el castillo de Caste­jón, que está a orillas del Henares. Con los otros doscientos corría Alvar Fáñez Mi­naya tierras de moros hasta Alcalá. ¡Dios, qué pena que Mío Cid no haya visto a Minaya, montado en su buen caballo, lidiar allí con los moros! Desde su larga lanza le chorrea la sangre codo abajo.

Por todo el Henares se pasea victoriosa la bandera de Minaya y cobra mucho botín de ovejas, vacas, alhajas y riquezas sin tasa. Alegre vuelve con todo hacia el cas­tillo de Castejón, que el Cid ha conquista­do. El Campeador sale a recibirle, y delan­te de todos le abraza. Después reparte el botín entre todos los suyos. Pone en liber­tad a cien moros y cien moras para que guarden el castillo y abandonan Castejón, porque las mesnadas del rey Alfonso están cerca y podrían atacarlos. Por nada del mundo querría el Cid luchar contra su se­ñor natural.

Pasan las Alcarrias y Cetina, dejan atrás Alhama y van a posar a un otero redondo frente al castillo de Alcocer. Cer­ca está el río Jalón. Cerco han puesto al castillo por espacio de quince semanas. Al cabo de ellas, en las torres de Alcocer, se alza ya la bandera del Cid.

Mucho pesó de ello al moro Tamín, rey de Valencia y señor de las tierras de Al­cocer. Manda a sus emires con tres mil lanzas contra los del Cid, que no son más de seiscientos. Muchos más se unen a los emires por el camino. Sus lanzas y pen­dones, ¿quién los podría contar? En su castillo de Alcocer han cercado a Mío Cid; el agua les cortan y los sitian por la sed. A las cuatro semanas, por consejo de Minaya, hacen los cristianos una salida campal. Pe­dro Bermúdez, que lleva la bandera, pica espuelas a su caballo y se mete solo, gri­tando entre la turba de moros. Al verle, grita Mío Cid:

—¡Valedle, mis caballeros, por amor del Criador! Aquí está el Cid don Rodrigo Díaz, el Campeador!

Suenan allí tantos tambores, que su rui­do quiere quebrar la tierra. Los cristianos embrazan los escudos delante del corazón, ponen en ristre las lanzas envueltas en sus pendones, agachan la cabeza sobre los ar­zones y arrancan al galope. Caen todos so­bre el grupo donde Bermúdez entró. Allí vierais tantas lanzas subir y bajar, rom­perse las adargas, desgarrarse las mallas y lorigas, teñirse en sangre los blancos pendones y desbocarse los caballos sin ji­nete.

¡Qué bien lidiaba Mío Cid sobre su do­rado arzón, la crecida barba al viento, el yelmo echado atrás y la espada en la mano! Y Alvar Fáñez Minaya, el de la atrevida lanza. Y Muño Gustioz. y Galin­do García. Y todos cuantos son. ¿Qué os diré de Martín Antolínez, aquel burga­lés leal? Cuando mete mano a su espada relumbra todo el campo.

¡Dios, qué buen día fue aquél para la cristiandad! Más de mil moros dejaron su sangre sobre el campo. Y tanto oro y tanta plata que nadie podría contarlo.

Así venció Mío Cid en batalla campal. Después habló a Alvar Fáñez:

—Vos, Minaya, que sois mi brazo dere­cho, quiero que llevéis estas nuevas a Cas­tilla. Y a mi rey don Alfonso le diréis que no le guardo rencor. Besadle por mí las manos. Treinta caballos le llevaréis en mi nombre, todos con sus gualdrapas y es­padas de oro y rubíes colgando de los arzones. Id luego a San Pedro de Cardeña y llevad con mi amor este oro y esta plata a mi mujer y a mis hijas. Que recen a Dios por mí.

Cuando el rey tuvo estas noticias del Cid gran alegría sintió. Por venir de moros aceptó sus presentes. Y autorizó a todo el que quisiera para seguir al Cid en su des­tierro. Pero su orgullo es mucho. Todavía no ha querido perdonarle.

Más de tres años lleva el Cid guerrean­do en tierras extrañas. Ha conquistado a Daroca y Molina y Celfa la del Canal. También ha vencido al orgulloso conde don Ramón de Barcelona en el pinar de Té­var. Allí ganó su famosa espada, Colada.

Ahora guerrea de frente a la mar salada Ha tornado a Burriana y a Murviedro. Mucho pavor torna de ello el rey moro de Valencia, que ve talada su huerta y asola­das sus cosechas de pan. Crece con todo esto la fama de Mío Cid, el de Vivar. Y manda pregones por tierras de Aragón y de Navarra. También por tierras de Castilla: que se le acojan cuantos quieran a ayudarle a luchar contra el moro de Va­lencia. Muchos acuden a su pregón; sesen­ta eran cuando salió de Vivar, y ya pasan de tres mil.

Al fin pone cerco a esa hermosa ciudad, Valencia la Mayor. Nueve meses la tuvo cercada. Y al décimo la rindió. ¡Qué ale­gres se ponen todos cuando en alto del al­cázar vieron su enseña plantar! También venció allí al rey de Sevilla, que vino en ayuda de los valencianos, y le ganó su caballo Babieca. De tan gran botín como ganó, cien caballos manda al rey Alfonso de Castilla, pidiéndole que deje en libertad a doña Jimena y a sus hijas para que vengan a su lado. Alvar Fáñez Mi­naya va a llevar este mensaje.

Quiero ahora deciros lo que en Castilla se vio. Cuando Alfonso el Castellano supo la conquista de Valencia la Mayor, mucho se alegra en su corazón. Alzó su mano de­recha y dio a Minaya esta respuesta. ¡Dios, qué hermosamente habló!:

—Di a mi buen vasallo el Cid que acep­to su donación. Que cuando vuelva a mi reino le abrazaré con mis brazos. Al cumplirse tres semanas le recibiré en mi tien­da, orillas del río Tajo. Vayan libres doña Jimena y sus hijas doña Elvira y doña Sol. Y mientras cruzan mis tierras aquí mando a mis soldados que les den guarda de honor.

Con Minaya llegan a Valencia doña Ji­mena y sus hijas. Mío Cid Campeador dis­pone en su honra festejos y juegos de ar­mas. Y sale a recibirlas al frente de cien jinetes en caballos muy hermosos con gual­drapas de cendal y petral de cascabeles. Allí vierais tanto hermoso palafrén, tan­tos vistosos pendones con escudos de guar­niciones doradas, y ricas pieles y mantos de Alejandría. Tiene Mío Cid muy crecida la barba; viste túnica de seda y cabalga en su Babieca atalajado de plata. Al ver­le, doña Jimena a los pies se le arrojaba. Y con llanto de los ojos el Cid abraza a sus hijas.

Después las sube al alcázar para que desde allí contemplen toda la hermosa Va­lencia. Ya se había ido el invierno y mar­zo quería entrar. Vierais allí ojos tan bellos a todas partes mirar; a sus pies la ciu­dad tienen y al otro lado la mar. Y la huerta, tan ancha y tan frondosa, que daba gloria mirar. Todo es heredad del Cid, que con honra lo ganó, con su caballo y su espada.

Al cabo de tres semanas, según dispu­siera el rey, Mío Cid vuelve a su patria. Orillas del río Tajo el buen rey le recibió. Al verle el Campeador manda a los suyos parar y hacia él se adelanta solo, el que en buena hora nació. De rodillas se echa al sue­lo, las manos en él clavó. Aquellas yerbas del campo con sus dientes las mordía, y del gozo que tenía las lágrimas se le sal­tan. Levantar le manda el rey, y allí de­lante de todos en sus brazos le abrazó.


Así terminó el destierro de Mío Cid Campeador.









Alejandro Casona (1903-1965)

En 1932 publicó Flor de leyendas, colección de leyendas clásicas y medievales, que le valió el Premio Nacional de Literatura. 










Nuestro colaborador Justo S. Alarcón, Profesor Emérito de la Universidad Estatal de Arizona (USA), nos invita a leer a Alejandro Casona, autor de gran ingenio y humor que mezcló sabiamente fantasía y realidad. 

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