No
era de arena y grava, era zona baja y cenagosa, puro fango lo que pisaban sus
pies adolescentes. Era alegría contagiosa cuando para entrar en el agua había
que tirarse desde un desvencijado muelle de madera. Era correr con los brazos
en cruz en aquella ensenada en forma de herradura. Era cerrar los ojos y sentir
la presencia de corsarios y piratas. Era…
Que
ya habían pasado ochenta años de aquella época en la que en su casa no comía
pescado y en la playa -en casa
ajena nunca en la propia- se
atiborraba de biajaibas, langostas y cangrejos. Los veía vivitos, boqueando, y
de pronto aparecían en una enorme sartén. Un corro de amigos se lanzaban a ver
quién era el que más comía, y al quedar la última pieza de aquellas delicias en
el plato, la rifaban sin presumir que pudiera haber alguna trampa, aunque fuera
siempre el mismo glotón el que más suerte tenía, que no era otro que aquél que iba
a ser mago de mayor.
Eran
sus camaradas de las vacaciones de verano, en el invierno se quedaba solo con
su padre faenando en la mar. Pasaron los años y mientras sus amigos se
desperdigaban por esos mundos de Dios, estudiaron, se casaban, tenían hijos,
envejecieron, y algunos se fueron yendo. Aún quedaban otros que le seguían
escribiendo. Él continuó en su playa, la vida hizo de él un buen pescador.
Hoy
rebuscando entre los recuerdos -mañana
le llevan a una residencia- ha
visto esta foto que le ha llevado en volandas a aquella época, y le ha hecho
sentir con un tenso escalofrío en la espalda, que a pesar de su humilde casa de
madera y guano, de las aguas turbias de sus ríos en temporada lluviosa, de los
patabanes, del inmenso manglar… Su playa era la mejor, no tenía desperfectos.
©
Marieta Alonso Más
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