—¡Larga vida al jefe!
¡Larga vida al jefe!
Aquella noche, sin duda,
era para celebrar. Tras la derrota de Drago y su ejército de dragones
esclavizados, en Isla Mema había dos nuevos jefes. Desdentao, que corría de un lado
a otro rodeado de sus congéneres. E Hipo Horrendo Abadejo, el tercero de su
nombre… que a sus veinte años recibía, casi sin pretenderlo, la responsabilidad
de dirigir a la aldea que lo había visto crecer.
Moviendo su cuerno con
desgana, los ojos fijos en el claro líquido alcohólico que giraba en su
interior con un movimiento casi hipnótico, el único hijo del difunto Estoico,
apodado “el Inmenso”, meditaba en silencio; mientras la música y el crepitar de
las hogueras creaban un ambiente casi mágico a su alrededor.
No era ningún secreto que
su padre había querido pasarle el testigo aun estando con vida, no hacía apenas
una semana. Y él, cabezota por naturaleza como cualquier Gamberro Peludo de su
tribu, no había querido escucharlo. Había huido. Salió corriendo como un conejo
ante la presencia del zorro y se escondió lejos, suponiendo que así su destino
jamás lo encontraría.
—Eh, ¿estás bien?
Hipo alzó la vista y
forzó una sonrisa al ver llegar a su prometida; pero no respondió, sino que
mantuvo los ojos clavados en la hoguera que se alzaba contra el negro
anochecer. Ella ladeó la cabeza, intrigada, antes de sacudir su cabello
trenzado con gesto resignado y sentarse al lado de él.
—Hipo… —insistió,
haciendo que él la mirase directamente. Astrid pasó un dedo cariñoso por su
barbilla—. Eh, vamos. Alegra esa cara. ¡Mira a tu alrededor! —le indicó con un
brazo cuando él torció el gesto y se revolvió en el sitio, reacio—. Eres el
nuevo jefe de Isla Mema, Hipo. Y tu pueblo está orgulloso de ti.
El joven tragó saliva,
nada convencido.
—Mi padre es el que
debería estar aquí —musitó, ronco. Sin quererlo, sentía la ceniza sobre su
frente como un tizón al rojo vivo, como si fuese algo que no debería estar
allí; no podía evitarlo—. Esto es…
—Oye, Hipo. Mírame —lo
obligó Astrid de nuevo sin violencia—. Este es tu sitio, ¿de acuerdo? No,
escucha —lo instó cuando él quiso volver a apartarse, sujetando su barbilla con
firmeza—. Olvida todo lo que te han dicho hasta ahora. Tu padre, tus vecinos…
Incluso nosotros mismos cuando éramos más pequeños —Astrid bajó los dedos,
asegurándose de que tenía toda su atención, antes de apartarse el pelo del
rostro con cierta indecisión—. Sé que no hemos sido nunca justos contigo, pero…
¡Piénsalo! Tú —le situó una mano sobre la hombrera de jinete, con la cabeza de
Desdentao dibujada, que el muchacho siempre lucía con orgullo— nos has
cambiado. Has hecho que Isla Mema crezca —su prometida sonrió con cierta
tristeza—. Confiamos en ti.
Hipo notó un nudo
involuntario ascendiendo a su garganta.
—Lo echo de menos,
¿sabes? —jadeó sin quererlo, queriendo contener un sollozo sin conseguirlo. No
lloraba desde el funeral de Estoico, pero su recuerdo era como una lanza que
desgarraba su alma de forma permanente, negándose a ser extraída—. Él era… el
mejor jefe que podría concebir.
Astrid, mimosa, alzó los
brazos para abrazarlo y apoyó su cabeza en el hueco de su hombro. Hipo cerró
los ojos y dejó caer la mejilla húmeda sobre su cabello de oro.
—Oye, todos podemos
cometer errores en algún momento —arguyó la muchacha con suavidad—. Y, ¿no
discutíais a menudo porque teníais ideas diferentes y en ocasiones tú tenías
razón y él no? —tras unos segundos, Hipo asintió a medias, inseguro sobre lo
que Astrid quería decirle—. Exacto —prosiguió ella, alzando unos centímetros la
vista hacia él—. Ser jefe es como todo en esta vida, Hipo. Tomarás decisiones
mejores o peores, porque será lo que considerarás correcto. Pero también nos
tienes a nosotros —apuntó con dulzura—. ¿No me pediste hace años que te dijera siempre
lo que pensaba? —él hizo un amago de sonreír entre las lágrimas, recordando
aquel momento con ternura, y Astrid lo imitó antes de limpiarle los ojos con el
dorso de la mano y besarlo suavemente—. ¿Y acaso crees que dejaré de hacerlo,
aunque seas el jefe?
Hipo soltó una risita
bronca.
—Aceptaste la posibilidad
de casarte conmigo. ¡Quién sabe! —bromeó.
Astrid lo coreó en voz
baja, sacudiendo la cabeza con ligereza antes de volver a clavar sus iris
azules en los verdes de él.
—Jamás me arrepentiría de
esa decisión —susurró—. Espero que lo sepas.
Hipo se estremeció de
amor al escuchar aquello.
—Lo sé. Y yo me alegraré
siempre de ello.
Despacio, sus labios se
unieron de nuevo y estuvieron besándose durante varios minutos, al abrigo de la
penumbra; redescubriendo sin querer que hacía mucho tiempo que no compartían un
instante como ese.
Al menos, hasta que
alguien pasó cerca agitando su cuerno de hidromiel, borracho como una cuba, y
casi derramó la mitad del contenido sobre sus cabezas. Sorprendidos y divertidos
a la vez, comprobaron que se trataba de un Mocoso casi irreconocible de los
saltos y piruetas que daba al ritmo de la música.
Astrid e Hipo se miraron:
—Vámonos a casa —dijo
ella.
Él asintió y ambos se
levantaron para irse, no sin antes despedirse de los más allegados que aún
fuesen capaces de razonar, como Valka o Patapez. Algunos de los otros, entre
los que se incluían los gemelos o Bocón, sin embargo, los vieron alejarse y
entonaron unos últimos: “¡Larga vida al jefe!”
Gothi se limitó a
enviarles un respetuoso asentimiento de cabeza a la vez que les tendía un
manojo de flores en señal de buen augurio para el futuro enlace, que ya no
distaría mucho de aquella celebración. Muchos habían opinado durante el
banquete que quizá era una buena opción, ahora que Hipo era el jefe de Mema,
que no demorara más el contraer matrimonio con Astrid y los dos habían estado
de acuerdo.
La escalera de ascenso
hasta la casa del jefe estaba a oscuras, apenas alumbrada por un tímido rayo de
luna. Hipo se detuvo al pie de la misma, contemplando sin prisa los dragones
pintados, el tejado a dos aguas… La estructura donde había habitado desde que
tenía uso de razón y que ahora se le antojaba casi un lugar extraño. Astrid lo
tomó del brazo; mostrando una mueca de aliento en su rostro redondo y precioso
que lo instó, tras unos segundos de vacilación, a poner el primer pie en el
escalón más bajo. Lentamente, ambos se aproximaron a la puerta cerrada; Hipo
apretó los labios cuando, por su cabeza, sin quererlo pasó una imagen de su
padre abriendo de golpe la hoja de madera y riendo con fuerza.
Se detuvo e inclinó la
barbilla, con la respiración entrecortada. Su prometida lo sostuvo en silencio,
sujetando con una mano su pecho y apoyando la opuesta en su espalda. Cuando se
recuperó, Hipo inspiró hondo, alzó la cabeza, enderezó la espina dorsal y
enfocó la puerta con decisión.
«Eres el jefe», se
repitió varias veces para sus adentros. «Esto es lo que eres. Asúmelo».
Si Astrid lo había
asumido, ¿por qué él no?
Cuando coronaron la
escalinata, Astrid fue la primera que adelantó la mano para empujar la madera;
pero Hipo, con suavidad, apartó sus dedos para hacerlo él. Sentía, de repente y
sin saber por qué, que aquella era su responsabilidad. El llanto debía acabar.
Cuando se adentraron en
el oscuro salón, vacío y frío por la falta de hoguera, los prometidos se
detuvieron, cerrando la puerta tras de sí y observando a su alrededor con
reverencia.
«Y ahora, ¿qué?», se
preguntó Hipo.
¿Que se suponía que debía
hacer? Por suerte, Astrid mantenía la entereza mucho más que él y, pragmática,
le indicó:
—Sube a descansar, Hipo.
Yo me ocupo de todo.
El chico casi la miró
como si la viese por primera vez. Su cabeza, de repente, giraba como un
maremoto y nada parecía real de lo que lo rodeaba.
—Astrid, no…
—Eh —la joven le puso una
mano en los labios—. Has tenido mucha presión sobre tus hombros estos dos
últimos días y, siendo jefe, no es algo que vaya a desaparecer por arte de
magia —arguyó, convencida—. Así que, acuéstate, ¿de acuerdo? —le acarició la
mejilla al comprobar su indecisión—. Yo estaré aquí si me necesitas.
Momento en que Hipo, en
un arranque de extrema vulnerabilidad, tiró de ella cuando ya se alejaba y la
abrazó con todas sus fuerzas.
—No te vayas —suplicó en
su oído—. ¿De acuerdo?
Astrid sonrió, se separó
y lo besó con suavidad.
—Nunca —aseguró, con su
rostro entre los dedos—. Eres mi prometido, ¿recuerdas? —le guiñó un ojo antes de alejarse hacia los
fogones y empezar a encenderlos—. No vas a librarte de mí tan fácilmente…
Hipo, sin quererlo,
sonrió también.
—Buenas noches, Astrid.
—Buenas noches, mi amor.
Intenta descansar.
Casi una hora después,
cuando Astrid ya había encendido el brasero central y Valka acababa de llegar
para acostarse, quedando cedida para ella la planta inferior –no quiso utilizar
la cama de Estoico, pero aseguró a Astrid que estaría bien sobre unas cuantas
mantas de lana hasta que encontraran otra solución; que había dormido en sitios
peores–, la joven, tras un milisegundo de duda, se encaminó escaleras arriba
para ver cómo estaba Hipo. Para su tranquilidad, se lo encontró acurrucado bajo
las mantas y parecía dormido. Tormenta y Desdentao se habían hecho sitio el uno
al otro sobre la gran piedra que ocupaba el otro extremo de la habitación.
Sin poder evitarlo,
Astrid se tumbó junto a su amor en el estrecho catre y lo rodeó con el brazo.
Al sentirla, él pareció sobresaltarse y se giró, pero en cuanto comprobó que
era Astrid cerró de nuevo los ojos con un gemido y apoyó la cabeza en su pecho.
La joven acarició su pelo crespo con suavidad, rítmicamente, hasta que notó que
la respiración de él se acompasaba a la suya. Y así, acunados por el cielo
estrellado que se filtraba por la dragonera, los futuros señores de Isla Mema
cayeron en el sueño. Al día siguiente debería comenzar un nuevo capítulo de
Isla Mema. Y lo harían… Pero siempre juntos. Hasta el final.
Historia ambientada en el
universo de “Cómo entrenar a tu dragón” durante la segunda película de la saga.
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