La pesca del atún en Ayamonte Joaquín Sorolla 1863-1923 |
El brillo de la aurora viste
de plata los lomos de los atunes. Luz blanca y azul en las aguas, dorada en la
toldilla. Intuyo que lo sabe. Hoy la pesca ha sido abundante. Desde niños
trabajamos codo con codo en la captura del atún. La almadraba, al igual que
antaño para los romanos, no tiene secreto para nosotros. Los pescadores más
experimentados los seleccionan, uno de ellos pesa doscientos kilos. Ríen los
rostros.
Tras el despiece hablaré
con él. Dominamos el ronqueo, que así se le llama por el ruido que el machete
produce al entrar en contacto con la espina dorsal. Con el bichero en alto me
mira fijamente. Bajo los ojos. Alguien le ha ido con el cuento.
Se dice que de éste nómada pez,
al igual que del cerdo, se aprovecha todo: el cogote, el tarantelo, la cola blanca,
las huevas de grano, las de leche, los lomos, y el corazón. Sobre el banco mi
amigo coloca el mormo, el contramormo, situado justo entre la cabeza y la
aleta. Junto a ellos el morrillo, sabemos los dos lo rico que los prepara su
mujer. Me vuelve a mirar y afila el puñal. No hay nadie entre nosotros. Tira con
rabia a un contenedor la piel y las espinas.
¿Cómo hacerle comprender
que desde niños amamos a la misma mujer, la suya, que quise poner tierra por
medio y él mismo me disuadió? Fue anoche la única vez. Lo juro y lo siento,
pero no puedo engañarlo. Nunca fui tan feliz como esas horas junto a ella. ¿Cómo
decirle que no volverá a suceder? Que me marcho para siempre. Que fue un
momento de debilidad.
No me da lugar. Con la
misma furia que tiró los restos al contenedor deja el cuchillo, toma el gancho,
me pincha y me arroja a ese mar que hoy parecía sereno.
© Marieta Alonso Más
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