François-Marius Granet Jean-Auguste-Dominique Ingres (1807) |
La primera noche que durmió en el seminario, sintió
una congoja que se materializaba en la humedad de la estrecha cama y en el
recuerdo del olor de su madre al abrazarle entre lágrimas, mientras le
convencía de que lo hacía para que se formara, comiese y fuera un hombre
de bien. Estudió, se formó y creció en sabiduría y belleza. A la altura de sus
veinte años, cuando paseaba por la alameda de la ciudad, a paso ligero para
aplacar el exceso de juventud, Norberto levantaba miradas de admiración en las
jóvenes y no tan jóvenes con las que se cruzaba.
Destacó en gramática latina y recitaba versos con
fluidez, modelados por una voz profunda y bien timbrada. Aunque no había tomado
aún los hábitos, le encargaron en la misa dominical la lectura de salmos y
algunos cánticos, que él realizaba con encendida pasión, levantando un
cuchicheo emocionado entre las mujeres.
Una tarde apareció una dama preguntando al prior si
ese joven seminarista podría dar clases de latín a su sobrina. Al proponerlo
sonreía con la misma contundencia con la que sonaba su bolsa de doblones.
Modesto óbolo para el seminario, padre prior, decía en un susurro mientras la
deslizaba en sus cuidadas manos.
Así, una vez a la semana, el joven Norberto iba a dar
sus lecciones y al atravesar la alameda, se desviaba un poco por la ribera para
escuchar el canto de los pájaros y apreciar el olor de los trigales. Una onda
de satisfacción contenida parecía estallarle en el pecho y en las sienes. A
veces se retrasaba un poco, pues perdía la medida del tiempo oyendo el
arrullo del agua. El esplendor de la Naturaleza parecía embargarle y ese algo
indefinido y admirable se apoderaba de él.
La joven alumna era canija y renegrida, con unos
dientes un tanto esquinados y una languidez difícil de animar. La tía, en
cambio, resultó ser una viuda cuarentona bien plantada, un poco entrada en
carnes y con una disposición de ánimo y deseo de aprender, que conseguía que
las clases de latín no se quebraran en una repetición monótona de declinaciones
y se fueran transformando en momentos musicales, ella al piano, la sobrina en
una sillita moviendo la cabeza al compás y el gentil Norberto cantando para
embeleso de las damas y satisfacción suya.
—Su vocación querido hijo, ¿es decidida? ¿Siente la
llamada como verdadera? —le preguntó una tarde la jovial tía mientras
merendaban unos deliciosos pastelillos.
—No lo sé, señora —confesaba mesándose los cabellos.
Y continuó diciendo que cuando oía el canto de los
pájaros, el arrullo del agua o tomaba esos pasteles y cantaba en tan grata
compañía, en esos momentos, querida señora, dudo, y con teatralidad se tapó la
cara con unas manos blancas y finas.
La tía escribió una carta al prior en la que le
insinuaba si podría trasladarse el seminarista a su palacete, para administrar
su dinero y ser tutor de la sobrina, a lo que el prior puso muy poca, pero
onerosa objeción.
El día que llegó, la buena señora le enfundó en la
capa de terciopelo que su difunto marido no pudo estrenar y le pidió al más
prestigioso pintor de Montauban, que lo inmortalizara por lo que pudiera
suceder. La única condición que puso Norberto fue que pintaran al fondo
del cuadro el seminario que había abandonado, y así se hizo. Y durante los
veinticinco años que vivió como marido de la sobrina y dueño del lugar, lo
miraba desde la terraza de su palacete, dando sinceras gracias al Señor por
haberle encaminado en la correcta vocación.
© Cristina Vázquez
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