‒Va a llover ‒decía el abuelo
y la madre corría a quitar la ropa de la tendedera.
Ya no pregunta ¿Cómo sabes
que va a llover? ¿Para qué? Si en menos de cinco minutos caía el chaparrón
anunciado. ¿Es que no hueles la lluvia? Y daba tres golpes con el bastón como
quien no se explica que algo tan obvio no lo viera.
A pesar de todos sus achaques
llevaba al nieto a recoger níscalos y el chico corría y corría con los brazos
abiertos al viento, y la cesta vacía bailando desde el hombro a las manos. Le
regañaba porque sin querer pisaba toda clase de hongos. El pequeño era incapaz
de verlos debajo del musgo, el anciano sí, y eso que su vista no era tan buena
como antaño.
Luego desandaban el camino. El
mayor con la cesta llena y su cayado. El pequeño saltando a su alrededor. Si
había que cruzar un arroyuelo le tomaba de la mano y el niño sentía aquellos
dedos que raspaban, y aún así eran pura ternura.
‒No grites. Si chillas no
podrás oír el sonido de las hojas secas.
Poco caso le hacía.
‒Abuelo, ¿Ya estamos en primavera?
‒No. Primero se tiene que ir
el otoño, luego hay que pasar el invierno. Y de pronto, sin avisar, llegará la
primavera, tímida como si tuviera que pedir permiso por iluminarlo todo, por rejuvenecer,
por verdear y dar color, por regalarnos días más largos.
Y se quedaba pesaroso
pensando si tendría la suerte de disfrutar una nueva primavera. No hay nada
como la naturaleza, decía, y recordaba cuando con el pie hacía asomar esa
violeta, esa amapola, esa margarita que anunciaba la nueva estación tras las
heladas y las nieves del crudo invierno.
Ya en el pueblo entraban en
el bar, el viejo se tomaba un vino, el chiquillo unas rosquillas, mientras alguien
le saludaba: ¿Cómo va la vida, Farandolas? Y él quitándose la gorra contestaba:
‒Feliz con mi nieto al lado.
Y justo en ese instante, el
pequeño levantaba el mentón y miraba con orgullo a quien no se cansaba de
demostrarle, que él era su más preciado tesoro.
© Marieta Alonso
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