Era tan impaciente, tan
nervioso, que no fue capaz de esperar a su día de nacimiento y un mes antes de
lo previsto vino a este mundo al ritmo del chacachá del tren, en una noche tenebrosa.
Su madre, tras varias horas
de viaje, se quedó dormida con un libro sobre su voluminoso vientre. Iba sola, y
de vuelta a casa de sus padres se preguntaba cómo reaccionarían al verla. Era
incapaz de hablar sobre aquella noche que, regresando del trabajo, cinco
jóvenes le salieron al encuentro.
Al sentir unas pequeñas molestias,
comenzó a desperezarse y vio a través de la ventanilla un grupo de nubes desplazándose
hacia una gran luna de sangre, que se iba levantando tras las montañas. La
temperatura había descendido y se arrebujó en una manta. Pensó viendo correr el
paisaje que la soledad no tenía fronteras.
No se esperaba esa primera
contracción, y cuando rompió aguas decidió hablar con el revisor. Gervasio, así
se llamaba, cerró los ojos y se quedó breves instantes pensando qué hacer. El
hombre jamás se había encontrado en tales circunstancias, y fue por todos los
vagones preguntando por un médico. Halló a uno en el último coche y lo puso al
corriente de lo que estaba por pasar. Entre los dos acomodaron lo mejor que
supieron a la joven. Hasta dentro de tres horas no habría ninguna estación
donde pudiesen parar, le dijeron.
Mientras el doctor la
asistía, Gervasio fue a comentar con Agustín, el maquinista, y Anselmo, el
ayudante, lo que estaba pasando y entre chistes subidos de tono le desearon que
disfrutara con su nuevo empleo. Los tres eran del mismo pueblo, los tres
solteros y cuarentones, los tres vivían bajo el mismo techo.
Con evidente enfado por esas
bromas pesadas, regresó tomando con cariño la mano de la joven. Entre dolores,
risas y llantos, habló la chica por vez primera de lo sucedido, de sus miedos,
de cuál era su nombre, el de sus padres, de cómo querría llamar a su bebé… Tan
solo olvidó mencionar el pueblo donde vivían los abuelos.
Por un cuarto de hora, no
dio tiempo a arribar a aquella estación perdida, con tres casas desperdigadas.
Lo que tenía que llegar, llegó: Un niño precioso que llorando despidió a su
madre.
¿Y ahora? Se preguntaron Agustín
y Anselmo cuando llegó Gervasio con el crío en brazos y la angustia reflejada
en sus ojos. Los tres se quedaron sin saber qué decir. Al ver la carita del
chiquillo se dio por zanjada cualquier duda.
A partir de entonces, en
cada trayecto del tren fueron desgastando sus vidas, en cada pueblo, en cada
ciudad, preguntaban por aquellos abuelos de los que solo sabían el nombre.
El niño fue creciendo con
el ruido de la locomotora, con el fluido de los vapores, jugando al escondite
entre los furgones y embelesado al creer ver a los indios a través de las
ventanas…
Tan diligente que tenía
tiempo para todo, tan cariñoso que les abrazaba sin motivo aparente y cuando decidió
hacerse ferroviario no tuvo que explicar el porqué.
Y un buen día, bebiendo
cerveza en el bar de una estación, justo cuando se echaba a la boca un cacho de
torrezno, les pidió:
-No
busquéis más a mis abuelos. Soy feliz yendo y viniendo, rodando por los caminos
de hierro… ¡No necesito a nadie más que a vosotros!
© Marieta Alonso Más
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