Recuerdo el día en que fuimos a robar peras. Era verano y
la hora de la siesta. Salimos de nuestras casas sin hacer ruido para que los
mayores no se enteraran. Éramos cinco, mi amiga Cuca y su hermano, mi prima, mi
vecino Toño y yo. El mayor no pasaba de nueve años. A todos nos gustaban las
peras y, sobre todo, salir al campo y la aventura de hacer algo sin que nos
vieran.
Hacía mucho calor. Caminábamos en fila india por una vereda
estrecha, que nos llevaba a la huerta del tío Antolín. Vicente, el hermano de
mi amiga, iba el primero, de repente, se volvió con el dedo en la boca.
─¡Silencio! Callad todos y andad despacio. He oído algo…
Dio la vuelta y se alejó de la vereda. Lo seguimos.
Retrocedimos para escondernos detrás de la reguera, que era alta en aquel lugar
y disminuía a medida que se acercaba a los perales. Entre estos y la reguera
estaba el campo de maíz alto y frondoso. De ahí salían las voces o quejidos que
no entendíamos. Después, silencio.
Desde nuestro escondite, vimos salir del maizal a un
hombre, que se sacudía el polvo y las hojas enganchadas en el pantalón. Estaba
de espaldas. Luego, una chica muy joven con el pelo suelto, que se levantó y
comenzó a recogerse el pelo en un moño.
─Es la Fabiana─ dijo mi amiga.
─Es el alcalde─ dijo Vicente, al mismo tiempo.
Las niñas más pequeñas preguntamos.
─¿Por qué se esconden? ‒Rieron los niños y contestaron─:
para que nadie vea lo que hacen.
─¿Qué hacen? Volvimos a insistir.
─¡Hacen un hijo!
Nos quedamos callados y esperamos a que se fueran cada uno
por su lado. Salimos del escondite y regresamos al pueblo; olvidándonos por
completo de las peras. Regresamos campo a través, los cardos y abrojos nos
lastimaban las piernas desnudas. Caminábamos en silencio, pensando. Yo no sabía
cómo se hacía un hijo. Había visto nacer un potrillo y también a un caballo
montar una yegua en el corral, pero no había relacionado una cosa con la otra.
Pasó el tiempo y llegó la primavera. La Fabiana tuvo un
hermoso niño y se marchó a la capital a criarlo. «La echaron de casa» se
comentaba en el pueblo.
─¿Por qué la han echado de casa, madre? ─pregunté mientras
comíamos ─¿Es malo tener un hijo?
─La Fabiana no está casada ─contestó mi hermano, que era
más mayor que yo. No tiene marido y no saben quién es el padre.
─Yo sí lo sé ─dije, contenta. Todos me miraron con asombro‒.
¡Tú qué sabrás!, dijo alguien.
Yo sí sabía y, por
fin, había descubierto la relación entre el hijo de Fabiana y la escena que,
habíamos visto escondidos la tarde que fuimos a robar peras. Dije sin poder
contenerme:
─¡Yo vi como hacían un hijo en la huerta del tío Antolín
la Fabiana y el alcalde!
©Socorro
González- Sepúlveda
Hoy he aprendido a poner comentarios y este cuento me gustó especialmente. Besitos
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