Princesa Jacinta. Alphonse Mucha |
En
aquellas tardes, siendo niña, cuando la bruma ocultaba el cielo, la lluvia caía
a borbotones, y estallaban los relámpagos iluminando la habitación, cuando era
imposible salir a pasear por el parque, ni escuchar la trepidante melodía de
las hojas de los árboles, ni la confusa conversación de las hormigas… Me echaba
a temblar.
Pero
ella, mi cálida niñera, ahuyentaba el miedo acurrucándome en sus brazos. Era
más alta de lo normal, fuerte como un ogro, sin carne en los huesos,
desgarbada, con el pelo pajizo y un ojo a la virulé, pero con tanta imaginación
que conseguía que me viese como una altiva princesa, una despiadada pirata, una
bella mendiga.
Iba
apagando luces y encendiendo velas por aquí y por allá, las sombras acudían a
mi alcoba, y atrapándome en sus brazos como una muñeca de trapo me acomodaba en
la silla de ruedas, y enredaba mis cabellos elaborando extraños peinados
mientras en voz muy baja comenzaba: Érase una vez...
Y
todo peligro desaparecía al vislumbrar en el espejo a una joven bonita, elegante,
famosa, sentada indolentemente y con una corona de estrellas. Era tan vívida la
imagen que ni siquiera advertía las luces de los rayos.
Tras
el relato, el susurro de una canción popular y mi cabeza entonces principiaba a
oscilar de arriba a abajo. Momentos después era por la mañana, y amanecía en mi
cama bien arropadita, el sol dando en mi ventana y sin rastro de tormenta. Ella
a mi lado tapando mi cara con la almohada y llamándome perezosa pretendía que
espabilara. Todo era un juego: la hora del baño, vestir el uniforme, el
trayecto hasta la escuela…
La
pre-adolescencia trajo nuevos aires y aquel carácter alegre y sumiso se tornó
en enojo contra el mundo, y fue cuando por vez primera se puso seria mi tata, y
prohibió tajantemente que me dejase llevar por la ira. Mi respuesta fue un
amago de bofetada, pero como no se andaba por las ramas, me asió de los brazos
con fuerza y amenazó con tal voz salida de las cavernas, que por un momento me
quedé más paralizada, si cabe.
No
iba a permitir que acarrease con esa amargura, por el simple hecho de ser
diferente, me dejaría sin dientes del trompón que me iba a dar, aseveró. Y era
capaz de hacerlo. El miedo a las tormentas no fue nada ante esta amenaza.
Hoy,
siendo una mujer adulta, la he acompañado a enterrar, y sentí que volvía a ser
aquella pequeña princesa que era ante sus ojos, y me encontré agradeciéndole
haberme enseñado que son los sentimientos y no el físico, los que nos hacen
crecer en bondad, estatura y saber.
©
Marieta Alonso
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