He vuelto. El vidrio de la ventana refleja las luces de la ciudad, abro los cristales. Desde este piso once del hotel estoy más cerca del cielo, pero las estrellas desaparecen entre los focos de la civilización. Sin embargo ella está allí, y sé que me mira. Ni los brillos de esta gran urbe pueden apagar a Acrux, a ella la veo, sigo las líneas y ya la contemplo entera.
Entonces no la advertíamos como lo estoy
haciendo ahora. Su presencia resplandecía en medio de un mar de
luminarias diminutas. Después de la cena nos escapábamos para tumbarnos
sobre el pasto del jardín y cantábamos “Sotto un manto d’estelle”. Nos
encantaban las canzonettas napolitanas que aprendimos de la nonna. Por
las mañanas, si había sol, coreábamos “O Sole mío” y nuestra abuela nos
miraba desde la ventana de la cocina y sonreía. Éramos sus preferidos.
Cada verano, repetíamos el ritual. Sois
un poco mayores para seguir con ese jueguecito, nos decían tu madre o la
mía, pero nos daba igual. Algo había en ese cielo que nos unía, un
lenguaje de infancia, un cosmos protector que auguraba tranquilidad, un
silencio que solo rompíamos con nuestros cantos y nuestras risas.
Una noche tuviste la mala idea de
enseñarme “Lucevan le stelle”. Es muy triste, dije, y además muy
difícil. Me atrevo con las canzonettas, pero no con la ópera. No quiero,
no la cantes. Es preciosa, es un canto a la vida, afirmabas. Sí, pero
cuando va a morir.
La noticia del accidente me llegó un
domingo por la mañana y maldije a Tosca, maldije a Puccini y lloré hasta
quedarme sin lágrimas. Después tomé un avión y nunca volví al campo.
Mañana vienen a buscarme para desandar
el camino. Me dijeron que la casa sigue igual, pero los árboles deben
haber crecido tanto que tendré que alejarme bastante para poder tumbarme
en el suelo y buscarte en la Cruz del Sur.
© Liliana Delucchi
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