Era un pequeño pueblo similar
a tantos otros salvo por aquel encanto especial que parecía único a los que
habían nacido en él. Tenía una calle
real que comenzaba con una hermosa iglesia y terminaba en una ermita acogedora.
Y pare usted de contar si busca otra calle asfaltada, lo demás eran senderos
que hacían soñar y pecar. Adentrándose por uno de ellos se llegaba a la casa
escondida, de la que poco se hablaba en público y mucho en secreto.
La regentaba una mujer muy bella
a pesar de sus años, famosa por su bondad y por ser la mejor empresaria de todo
el condado. Era el alma del lupanar. Amiga íntima de los prohombres más
ancianos, de los imberbes estudiantes y de los labradores de todas las edades.
Fue ella quien dio la idea a
los viticultores de poner a sus vinos una denominación de origen. Al panadero le
propuso concursar en la capital y por ello se ganó el premio al mejor de aquel
año. Enseñó al boticario a preparar unos mejunjes que quitaban los dolores
lumbares, a un jovencito que hacía novillos con tal de estar con sus chicas, le
introdujo en el mundo de la confitería y comprendió que había nacido para ello.
Y así con todos.
Lástima que entre sus
amistades brillaran por su ausencia las llamadas mujeres serias, que ni
siquiera se dignaban a pronunciar su nombre. En cambio, sus cinco empleadas que
eran alegres y de risa fácil, la adoraban. Además de haber sido la mejor en su
profesión, no se guardaba sus conocimientos, al contrario, les daba consejos
teóricos para que los pusieran en práctica y se habían licenciado con
matrículas de honor.
Como era tan activa y al
comprobar tan buenos resultados entre sus chicas, pensó que debía poner una
academia. Si hasta Platón había tenido una, comentaba para darse ánimos. Claro
que esta obviaría lo filosófico y se adentraría más en lo humano, para que la
vida tuviese sentido, que no solo de pan y trabajo vive el hombre.
Por otra parte, los
conocimientos se revitalizaban al compartirlos. Era vergonzoso que esas mujeres
jóvenes, guapas y serias, no supieran mantener a los maridos en casa.
Aunque parezca una insensatez
teniendo el negocio que tenía, la idea prosperó y las clases clandestinas comenzaron
primero con unas pocas y luego con exceso de reservas. Las chicas se
convirtieron en profesoras. Los resultados fueron asombrosos. Su popularidad
creció tanto, tanto, que aquella casa de ensueño escondida entre las vides fue
degenerando en una cafetería de postín donde las señoras que nunca se dignaron
saludarla, ahora eran sus mejores amigas. Todas las tardes venían a merendar
junto a sus maridos que estaban la mar de satisfechos.
Si es que las personas tienen
la obligación de reinventarse, comentaban en las tertulias bebiendo el
exquisito vino y degustando unos pasteles que hacían las delicias de todos.
© Marieta Alonso Más
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