martes, 1 de enero de 2019

Amantes de mis cuentos: Mancebía en el viñedo



Era un pequeño pueblo similar a tantos otros salvo por aquel encanto especial que parecía único a los que habían nacido en él.  Tenía una calle real que comenzaba con una hermosa iglesia y terminaba en una ermita acogedora. Y pare usted de contar si busca otra calle asfaltada, lo demás eran senderos que hacían soñar y pecar. Adentrándose por uno de ellos se llegaba a la casa escondida, de la que poco se hablaba en público y mucho en secreto.


La regentaba una mujer muy bella a pesar de sus años, famosa por su bondad y por ser la mejor empresaria de todo el condado. Era el alma del lupanar. Amiga íntima de los prohombres más ancianos, de los imberbes estudiantes y de los labradores de todas las edades.


Fue ella quien dio la idea a los viticultores de poner a sus vinos una denominación de origen. Al panadero le propuso concursar en la capital y por ello se ganó el premio al mejor de aquel año. Enseñó al boticario a preparar unos mejunjes que quitaban los dolores lumbares, a un jovencito que hacía novillos con tal de estar con sus chicas, le introdujo en el mundo de la confitería y comprendió que había nacido para ello. Y así con todos.


Lástima que entre sus amistades brillaran por su ausencia las llamadas mujeres serias, que ni siquiera se dignaban a pronunciar su nombre. En cambio, sus cinco empleadas que eran alegres y de risa fácil, la adoraban. Además de haber sido la mejor en su profesión, no se guardaba sus conocimientos, al contrario, les daba consejos teóricos para que los pusieran en práctica y se habían licenciado con matrículas de honor.


Como era tan activa y al comprobar tan buenos resultados entre sus chicas, pensó que debía poner una academia. Si hasta Platón había tenido una, comentaba para darse ánimos. Claro que esta obviaría lo filosófico y se adentraría más en lo humano, para que la vida tuviese sentido, que no solo de pan y trabajo vive el hombre.


Por otra parte, los conocimientos se revitalizaban al compartirlos. Era vergonzoso que esas mujeres jóvenes, guapas y serias, no supieran mantener a los maridos en casa.


Aunque parezca una insensatez teniendo el negocio que tenía, la idea prosperó y las clases clandestinas comenzaron primero con unas pocas y luego con exceso de reservas. Las chicas se convirtieron en profesoras. Los resultados fueron asombrosos. Su popularidad creció tanto, tanto, que aquella casa de ensueño escondida entre las vides fue degenerando en una cafetería de postín donde las señoras que nunca se dignaron saludarla, ahora eran sus mejores amigas. Todas las tardes venían a merendar junto a sus maridos que estaban la mar de satisfechos.


Si es que las personas tienen la obligación de reinventarse, comentaban en las tertulias bebiendo el exquisito vino y degustando unos pasteles que hacían las delicias de todos.



© Marieta Alonso Más

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