Soledad. No,
no es mi nombre. Voy a paso cansino camino de «La Rosaleda». Estamos en mayo.
Allí me siento y oigo voces de niños, voces de jóvenes, voces de ancianos,
hasta que se apagan para dar paso a las voces familiares.
Muevo
la cabeza queriendo apartar esos recuerdos. Miro las rosas, sus formas, su
colorido, su fragancia, su clase. Es la flor más cultivada. Me gustan. Oigo
ruido de cacerolas, de novela radiada donde el amor siempre triunfa. Vuelvo a
las flores.
Recuerdo
sus nombres, Rosa de China, de Jericó, de Navidad, de príncipe negro, de
pitiminí. Hasta me gustaba esa figura circular dividida en treinta y dos
secciones sólo por llamarse Rosa de los Vientos. Rosa, era el nombre de mi
hija.
Huelo
en el mercado, según qué zonas, a pescado, a embutido, a hortalizas. Siento el
peso del carro de la compra al subir las escaleras de un tercer piso sin
ascensor.
Veo
a una pareja en busca de la sombra que dan los árboles, pájaros danzando
alrededor, mariposas que revolotean y ellos tomados de las manos hablando, me
imagino, del futuro.
Ella
tiene mi cara. Él se inclina hacia ella prendidas sus miradas en un silencio
que habla de sus anhelos. Miro hacia otro lado. Con frecuencia me sorprendo al
detener mis pasos como si alguien me impidiera avanzar. Se desvanece antes de
saber quién pueda ser, pero no sin antes y de forma inesperada recibir un beso,
una caricia. Y el aire se cubre de lamentos de amantes.
El
amor como pasión, fuego y locura ha existido siempre, pero no es muy frecuente
que perdure. Al menos a mí, ni siquiera me correspondió una migaja. Nada de lo
que soñé de joven sucedió. En la adolescencia pensaba que si me lo proponía podría
cambiar el mundo. Cada día, al alba, buscaba el resplandor que anunciaba el
estallido de la vida e imaginaba que era capaz de detener el tiempo. Cada día,
al ocaso, me encontraba prisionera de esa sólida muralla llamada tiempo que nos
aprisiona en un corto espacio de vida.
Ahora
veo a muchas parejas retozando en la hierba, besos sin escondrijos. Los tiempos
han cambiado. Me alegro. Lástima que yo haya nacido con tanta antelación.
©
Marieta Alonso Más
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