miércoles, 13 de febrero de 2019

Malena Teigeiro: El juego

Escalera de Bramante

Éramos como hermanos, pero mejor. Porque si a mi hermano le contaba algún problema, se reía de mí o lo que era peor, se iba a contárselo a nuestros padres, y él no. Él me miraba atento, dulce, cariñoso, y ante cualquier pena, siempre me consoló.

Nuestras vidas fueron paralelas. Su casa era el número diez y la mía el nueve de la misma calle. Recorrimos juntos el camino del  jardín de infancia, después el del colegio, y luego el del instituto. Como la religión de nuestros padres nos impedía  estudiar en colegios mixtos, esperábamos ansiosos el momento de entrar en la Universidad. Entonces, al fin podríamos  vivir juntos: los dos queríamos ser periodistas. Sin yo saberlo, él siguiendo el consejo de su padre, optó para la facultad de medicina. Y lo admitieron. A mí también, pero en la de periodismo. Aun así, nos veíamos con bastante frecuencia. Cuando cursábamos el último año, me invitó a una fiesta en su facultad. Te tengo una sorpresa, dijo. Vino acompañado de una chica alta, morena, y con unos ojazos verdes que envidié desde el primer momento. Además de ser muy guapa, era simpática. ¡Hasta iba bien vestida! Sentí rabia. Lo vi claro. Iba a robármelo.

Después de darle muchas vueltas, tracé un plan. Les invité al museo Vaticano. Había descubierto unos papiros en donde se relataban las primeras operaciones de cerebro hechas por los egipcios, sonreí cándida.

Les expliqué que iríamos el lunes, pues aunque el museo ese día está cerrado, tenía unos pases para investigadores. Les pareció bien y quedamos para el lunes siguiente a las cuatro, delante de la escalera de los Museos Vaticanos. Mientras subimos nos divertiremos con un juego que me han enseñado unos compañeros de curso, mentí.

Entramos en el museo y al llegar al pie de la escalera, les mostré los dos brazos que, retorciéndose como serpientes, subían paralelas hasta llegar a la cúpula de cristal.

—Tú vete por éste —le indiqué a ella—, y nosotros iremos por el otro.

Comenzamos a subir.

—¿Qué tengo que hacer? — preguntó nervioso.

—Ponte detrás de mí —le dije zalamera.

Cuando lo hizo, le cogí las manos y se las sujeté alrededor de mi cintura.

—Sígueme sin dejar de mirarla —susurré—.  Cuando la veas justo enfrente, avísame.

Muy juntos, casi pegados, yo me giraba hacia él una y otra vez haciendo gestos y bromas que él reía. Íbamos despacio. Logré retrasarnos lo suficiente para que ella nos viera continuamente. Entonces, dándome la vuelta, le coloqué los brazos alrededor del cuello, lo sujeté para que no pudiera dejarme, y comencé a besarlo con furia. Él, sorprendido, devolvía mis besos. Ella se detuvo. Nos miraba. Bajando la cabeza, se dio la vuelta y rápida corrió hasta salir del museo. Al verla huir, él, de un empujón, me tiró al suelo.

—Estás loca —se limpió los labios con  el revés de la mano y escapó detrás de ella.

En aquel instante mi vida fue otra vez como las dos colas de la escalera del Vaticano que suben paralelas y nunca se encuentran. Varias veces lo divisé a lo lejos, pero nunca volvimos a estar juntos. Intenté encontrarlo para disculparme. Lo llamé una, dos, y mil veces. Nunca contestaba. Conoce mi número, pensé. Compré otro teléfono. Fue igual. En cuanto reconocía mi voz, colgaba.

Al terminar el curso, me salió un trabajo en el hotel Venecia de Las Vegas. Desde mi despacho, veo el gran hall atravesado por el canal, las góndolas, el arrullo de las parejas. Una mañana me decidí a escribirle una carta. Le pedí perdón. Esperé intranquila su respuesta. Una tarde del mes de julio me llegó un sobre escrito con su letra. Pero la carta era de ella.

No te vuelvas a preocupar por nosotros. Te hemos perdonado y te recordamos día a día, cada vez con más contento.


Además de ser guapa, y tener buen gusto para vestir, era maligna. No solo me humillaba con sus falsas e hipócritas letras, sino que, en el mismo sobre me envió una foto. Ella y él besándose en una góndola. Estaban en Venecia, disfrutando de su amor en el viaje de bodas.


© Malena Teigeiro

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