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Escalera de Bramante |
Éramos como hermanos, pero mejor. Porque
si a mi hermano le contaba algún problema, se reía de mí o lo que era
peor, se iba a contárselo a nuestros padres, y él no. Él me miraba
atento, dulce, cariñoso, y ante cualquier pena, siempre me consoló.
Nuestras vidas fueron paralelas. Su casa
era el número diez y la mía el nueve de la misma calle. Recorrimos
juntos el camino del jardín de infancia, después el del colegio, y
luego el del instituto. Como la religión de nuestros padres nos impedía
estudiar en colegios mixtos, esperábamos ansiosos el momento de entrar
en la Universidad. Entonces, al fin podríamos vivir juntos: los dos
queríamos ser periodistas. Sin yo saberlo, él siguiendo el consejo de su
padre, optó para la facultad de medicina. Y lo admitieron. A mí
también, pero en la de periodismo. Aun así, nos veíamos con bastante
frecuencia. Cuando cursábamos el último año, me invitó a una fiesta en
su facultad. Te tengo una sorpresa, dijo. Vino acompañado de una chica
alta, morena, y con unos ojazos verdes que envidié desde el primer
momento. Además de ser muy guapa, era simpática. ¡Hasta iba bien
vestida! Sentí rabia. Lo vi claro. Iba a robármelo.
Después de darle muchas vueltas, tracé
un plan. Les invité al museo Vaticano. Había descubierto unos papiros en
donde se relataban las primeras operaciones de cerebro hechas por los
egipcios, sonreí cándida.
Les expliqué que iríamos el lunes, pues
aunque el museo ese día está cerrado, tenía unos pases para
investigadores. Les pareció bien y quedamos para el lunes siguiente a
las cuatro, delante de la escalera de los Museos Vaticanos. Mientras
subimos nos divertiremos con un juego que me han enseñado unos
compañeros de curso, mentí.
Entramos en el museo y al llegar al pie
de la escalera, les mostré los dos brazos que, retorciéndose como
serpientes, subían paralelas hasta llegar a la cúpula de cristal.
—Tú vete por éste —le indiqué a ella—, y nosotros iremos por el otro.
Comenzamos a subir.
—¿Qué tengo que hacer? — preguntó nervioso.
—Ponte detrás de mí —le dije zalamera.
Cuando lo hizo, le cogí las manos y se las sujeté alrededor de mi cintura.
—Sígueme sin dejar de mirarla —susurré—. Cuando la veas justo enfrente, avísame.
Muy juntos, casi pegados, yo me giraba
hacia él una y otra vez haciendo gestos y bromas que él reía. Íbamos
despacio. Logré retrasarnos lo suficiente para que ella nos viera
continuamente. Entonces, dándome la vuelta, le coloqué los brazos
alrededor del cuello, lo sujeté para que no pudiera dejarme, y comencé a
besarlo con furia. Él, sorprendido, devolvía mis besos. Ella se detuvo.
Nos miraba. Bajando la cabeza, se dio la vuelta y rápida corrió hasta
salir del museo. Al verla huir, él, de un empujón, me tiró al suelo.
—Estás loca —se limpió los labios con el revés de la mano y escapó detrás de ella.
En aquel instante mi vida fue otra vez
como las dos colas de la escalera del Vaticano que suben paralelas y
nunca se encuentran. Varias veces lo divisé a lo lejos, pero nunca
volvimos a estar juntos. Intenté encontrarlo para disculparme. Lo llamé
una, dos, y mil veces. Nunca contestaba. Conoce mi número, pensé. Compré
otro teléfono. Fue igual. En cuanto reconocía mi voz, colgaba.
Al terminar el curso, me salió un
trabajo en el hotel Venecia de Las Vegas. Desde mi despacho, veo el gran
hall atravesado por el canal, las góndolas, el arrullo de las parejas.
Una mañana me decidí a escribirle una carta. Le pedí perdón. Esperé
intranquila su respuesta. Una tarde del mes de julio me llegó un sobre
escrito con su letra. Pero la carta era de ella.
No te vuelvas a preocupar por nosotros. Te hemos perdonado y te recordamos día a día, cada vez con más contento.
Además de ser guapa, y tener buen gusto
para vestir, era maligna. No solo me humillaba con sus falsas e
hipócritas letras, sino que, en el mismo sobre me envió una foto. Ella y
él besándose en una góndola. Estaban en Venecia, disfrutando de su amor
en el viaje de bodas.
© Malena Teigeiro
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