Ella, cada día de primavera y parte del verano, se
despertaba con el blanco piar de las golondrinas, que pasaban la noche cogidas del
alambre de tender la ropa, como una formación de soldados en blanco y negro.
Antes de desayunar, se acercaba a cada una de las macetas del patio y, les
quitaba con mimo las flores y las hojas secas. Luego, provista de un cubo de
cinc lleno de agua y un bote vacío de conservas, tocaba con la mano la tierra
para ver si estaba seca. Después las regaba. Se ponía bajo los árboles, los
miraba de abajo arriba, acariciaba las primeras ramas y estrujaba con las manos
las hojas de la higuera y del limonero, para impregnarlas con su olor.
Preparaba un
sombrajo y se sentaba en una silla baja a repasar la ropa, pero antes, había
echado de comer a las gallinas en el corral, al par de palomas que anidaban en
el pajar y a los gatos, que ronroneaban y se acercaban a ella reclamando
caricias. La sombra era cambiante y la obligaba a mirar al cielo, para colocar la
sábana, que la protegía del sol. Al rato, Suspiraba satisfecha.
Él, a esa misma hora, ya estaba en el campo. Se despertaba
con el sol. Miraba el cielo para ver qué tiempo hacía. Caminaba deprisa,
dejando atrás las últimas casas del pueblo, los cipreses del cementerio y el
bosquecillo de robles que tenía que atravesar para ir a sus tierras. El hombre
iba subido en un mulo y le seguía su perro, un galgo color canela que le
acompañaba a todas partes y comía del mismo pan. Vestía un traje de pana pardo
y abarcas, lo mismo en inviernos que en verano. Su cara, arada por el tiempo,
tenía un color terroso, rojizo, fruto de la intemperie.
Llegó al pedazo de tierra que era suyo, antes de sus
padres y abuelos. Tierra de raña, roja y dura. Enganchó al animal y comenzó a
arar. Salían rectos los surcos, dejando a un lado y a otro los gruesos terrones.
Sudaban el hombre y el mulo, el galgo correteaba sin perderles de vista. El
hombre y los animales se confundían con la tierra, eran un todo con la
naturaleza. Eran parte de ella, junto con la mujer del patio, el horizonte y el
cielo que los cubría a todos.
© Socorro González- Sepúlveda
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