Cuando Eva tuvo su primer
hijo pensó que era el momento adecuado para hacerle saber a su marido cuál era
el sitio que ocupaba en el nuevo hogar. Dadas las circunstancias tenía que
ponerse a trabajar, nada de zanganear, ni de estar sentado viendo a lo lejos el
paraíso, le dijo compasiva. Y es que Adán no se daba cuenta que había que hacer
de la necesidad, virtud. Se pasaba el día ordenando sus pensamientos, le
pesaba no haber cumplido con el mandato de fidelidad y obediencia, y por
supuesto, hubiese preferido no haber llegado al conocimiento del bien y del mal.
Se prometió no volver a comer manzanas, nunca más. Parecía que todo su
futuro se desplegaba súbitamente ante él.
Pero la serpiente no dejó de importunar.
El primogénito se dedicó a la agricultura, era un joven fuerte y bien nutrido que
nació para ser salvaje y asesinó a su hermano por pura envidia. El segundo pastoreaba
ovejas, un santo, que ofreció a Dios lo más selecto de su rebaño por
generosidad y no por obligación. Tras su muerte tuvieron al tercero. Y así fue
transcurriendo la existencia.
Después de la expulsión del
Edén, el reloj de la vida de Adán se desbocó, en un santiamén llegó a los novecientos
treinta años. Y recorriendo su interminable vacío, vio a lo lejos la
menguada figura de un hombre bueno, al que le rogó que lo alejara de las
tentaciones para que jamás le sucediera nada malo.
Y supo que todo iría bien.
Porque si el mal no cejaba en el empeño, el bien tampoco.
© Marieta Alonso Más
Excelente, gracias me deleitó
ResponderEliminarMuchas gracias por su comentario.
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