—Silencio, por favor, silencio.
Al decir estas palabras doña Eulalia consigue que cese el aplauso que le dedican sus empleados en el día de su despedida. Está emocionada y agradecida antes de ceder la palabra al nuevo director general.
Al oírse decir, silencio, por favor, silencio, no puede evitar recordar la primera comida en casa de su tío cuando él dijo: Silencio, he dicho, silencio. Y todos los comensales enmudecieron ante estas palabras. Luego comprobó que era una situación que se repetía con frecuencia y siempre con la misma entonación crispada, sin resonancia, que caía igual que un mazo. Nadie osaba a abrir el pico hasta que él volviera graciosamente a dar el turno de palabra.
—Ahora puedes contar lo que estabas diciendo, pero con un poco más de soltura o de gracia o de precisión —decía señalando al aludido con su dedo índice.
Lo único que modificaba don Alberto era el sustantivo que calificaba la frase anteriormente cortada en seco.
El aludido podía ser un hijo, un invitado, o una nuera y en ciertas ocasiones la conversación no se retomaba y el silencio se imponía en el comedor, roto sólo por los ruidos de los cubiertos. En esos momentos su mirada no se desviaba del plato y una sonrisa asomaba a su cuarteada cara de lagarto. Eulalia, su sobrina, esperaba que sacara una lengua bífida para atrapar alguna víctima inocente.
Era la hija de su único hermano, muerto según él, por inútil, una de sus palabras preferidas. Vivía desde entonces en su casa pues su madre, una hermosa señora ausente y avispada, envuelta en velos muy negros y lacrimosos, la dejó en las acaudaladas aunque ásperas manos de su tío Alberto. Al fin y al cabo era su padrino y tenía un deber con la tierna, adorable huérfana. Y ahí se quedó plantada en el agrío caserón, con tres primos mayores ya casados, sometidos al ritual tiránico del padre a cambio de sustanciosas pensiones y caprichos.
Después de la primera y dura impresión empezó a pensar cómo sobrevivir y sacar tajada de la situación en que le había puesto la vida. No echaba de menos a su madre, y de su padre le quedaban lejanos recuerdos de ternura, de risas y juegos ruidosos. Luego se fue esfumando en una figura alcoholizada y triste. Empezó a fijarse bien en el hombre que ahora ejercía funciones paternales, pese a la incomodidad que le había producido la llegada de la parienta huérfana.
Un ruido del micrófono la saca por un momento de sus recuerdos y mira con orgullo el símbolo que brilla en la pared, el símbolo de su triunfo y sacrificio.
Todas las tardes después de volver de su oficina el viejo don Alberto se encerraba un rato en su despacho, y ella le veía sacar un pequeño llavín. Le intrigaba mucho qué abriría, aunque nunca osó preguntárselo. A medida que pasaba el tiempo Eulalia se iba quitando el pelo de la dehesa, como decía él con desprecio, y aprendió matemáticas, a bailar, a arreglarse con gusto y a demostrar afán de conocimiento y tenacidad en las tareas emprendidas. El tono del tío se fue modificando y en la soledad del caserón empezó a contarle recuerdos, a quejarse de la pésima educación de sus inútiles hijos, su madre les consintió todo, confesaba con acritud, a demostrar una torpe ternura y un orgullo de Pigmalión frente a los demás, por haber conseguido con su dinero y el esfuerzo de ella una hermosa señorita educada, la hija que nunca tuvo.
Se sorprende del final del discurso y del sonido de los aplausos otra vez, pero no le interesa demasiado lo que sucede ahora, los inevitables agradecimientos, las palabras huecas y vuelve al momento en que su tío, en una especie de ritual le abrió el cajón de su mesa con el llavín que tanto le intrigaba y apareció, sobre un terciopelo verde oscuro, una ostra semicerrada con una perla en la abertura. Los ojos se le iluminaron al mirarla y la cogió en sus gruesas manos con mimo de aprendiz.
—Esta perla me la regaló una gran mujer y fue el principio de mi fortuna —levantó los estrechos y amarillentos ojos—. Quiero que sea tuya y que mantengas lo que he creado antes de que se lo merienden los inútiles de mis hijos.
Y ese era el símbolo de la empresa, la ostra con la perla que hoy brillaba en todo el mundo y que era su pequeño homenaje a ese hombre tosco y generoso, inteligente y suspicaz que permitió que sus solitarias vidas se complementaran en un fin común.
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