—¡Esto
es una vergüenza! —exclamé enojada, después de leer una noticia que me había hecho
rechinar los dientes.
Entonces,
ocurrió. Algo me estampó en la cabeza. Me levanté de un salto, mientras miraba
a mi alrededor, buscando quien había añadido más leña a mi crispación, pero
solo pude constatar que estaba sola.
Levanté la mirada hacia la copa del árbol
donde estuve sentada, apoyada en su tronco. Un montón de manzanas colgaban de
sus ramas como si fuesen zarcillos. Pronto encontré, tirada en el suelo, el
arma del delito: una jugosa manzana verde, con pinceladas rojas. La cogí, la
froté en mi camiseta y le di un buen mordisco.
—¡Qué
rica! —me relamí—. Apuesto a que te sientes muy solo aquí— dije en voz alta dirigiéndome
al árbol.
Otra
manzana cayó, rozándome el hombro.
—¡Eh!
¿Qué pasa, estamos de vendimia?
Cayeron
dos a la vez y tuve el tiempo justo para poder esquivarlas.
—Oye,
no me hace gracia. ¿Quién anda ahí?
Escudriñé el follaje, cogí un palo reseco y sacudí
las ramas, pero nada cayó. Ningún revoloteo, ni ruido furtivo de algún
animalillo huyendo.
—Me
estoy volviendo majara —susurré.
Entonces,
varios frutos cayeron a la vez y podría jurar que lo hicieron al compás de una
carcajada.
—¡Es
increíble! ¿Este árbol sabe morse o qué?
Dos
manzanas cayeron, y a mí se me pasó por la cabeza una idea descabellada, propia
de quien le faltan unos cuantos hervores, pero había recibido un golpe en la
cabeza, eso podía explicarlo todo. Así es que pregunté, como si tal cosa:
—¿Eres
un árbol?
¡Una
fruta fue al suelo, justo al lado de mi tobillo!
—¿Puedes...
caminar? —interrogué a modo de tentativa
Dos manzanas
volaron.
—A
ver si me entero: una manzana es sí, dos manzanas: no, varias manzanas: risas.
¿Es correcto?
Me
respondió que sí.
Pasamos
la tarde charlando, y claro, salió el tema de Newton; se necesitaron muchas
manzanas para formular la Teoría de la Gravedad, e Isaac se marchó corriendo a
por pluma y papel, no fuese que el descubrimiento se le olvidase entre tantas
cosas que tenía en la cabeza.
Me
sorprendí de todo lo que saben los árboles. Cuando se puso el sol, el suelo era
una alfombra verde y roja, cogí una cesta y metí los regalos que me había hecho
mi nuevo amigo.
Noté
que sus ramas estaban más inclinadas y que podía rozar las hojas con las puntas
de mis dedos. Se me antojó que estaba triste. Ya no quedaba ninguna manzana
para seguir conversando.
Entonces,
abracé su tronco mientras le contaba un secreto:
—Los
buenos amigos no necesitan hablar para entenderse. Las palabras sobran cuando
se envuelven en un abrazo.
©Blanca
de la Torre Polo
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