viernes, 5 de abril de 2019

Blanca de la Torre Polo: La importancia de la gravedad para hacer amigos





—¡Esto es una vergüenza! —exclamé enojada, después de leer una noticia que me había hecho rechinar los dientes.


Entonces, ocurrió. Algo me estampó en la cabeza. Me levanté de un salto, mientras miraba a mi alrededor, buscando quien había añadido más leña a mi crispación, pero solo pude constatar que estaba sola. 

Levanté la mirada hacia la copa del árbol donde estuve sentada, apoyada en su tronco. Un montón de manzanas colgaban de sus ramas como si fuesen zarcillos. Pronto encontré, tirada en el suelo, el arma del delito: una jugosa manzana verde, con pinceladas rojas. La cogí, la froté en mi camiseta y le di un buen mordisco.


—¡Qué rica! —me relamí—. Apuesto a que te sientes muy solo aquí— dije en voz alta dirigiéndome al árbol.


Otra manzana cayó, rozándome el hombro.


—¡Eh! ¿Qué pasa, estamos de vendimia?


Cayeron dos a la vez y tuve el tiempo justo para poder esquivarlas.


—Oye, no me hace gracia. ¿Quién anda ahí?


Escudriñé el follaje, cogí un palo reseco y sacudí las ramas, pero nada cayó. Ningún revoloteo, ni ruido furtivo de algún animalillo huyendo. 


—Me estoy volviendo majara —susurré.


Entonces, varios frutos cayeron a la vez y podría jurar que lo hicieron al compás de una carcajada.


—¡Es increíble! ¿Este árbol sabe morse o qué?


Dos manzanas cayeron, y a mí se me pasó por la cabeza una idea descabellada, propia de quien le faltan unos cuantos hervores, pero había recibido un golpe en la cabeza, eso podía explicarlo todo. Así es que pregunté, como si tal cosa:


—¿Eres un árbol?


¡Una fruta fue al suelo, justo al lado de mi tobillo!


—¿Puedes... caminar? —interrogué a modo de tentativa



Dos manzanas volaron.


—A ver si me entero: una manzana es sí, dos manzanas: no, varias manzanas: risas. ¿Es correcto?


Me respondió que sí.


Pasamos la tarde charlando, y claro, salió el tema de Newton; se necesitaron muchas manzanas para formular la Teoría de la Gravedad, e Isaac se marchó corriendo a por pluma y papel, no fuese que el descubrimiento se le olvidase entre tantas cosas que tenía en la cabeza.


Me sorprendí de todo lo que saben los árboles. Cuando se puso el sol, el suelo era una alfombra verde y roja, cogí una cesta y metí los regalos que me había hecho mi nuevo amigo.


Noté que sus ramas estaban más inclinadas y que podía rozar las hojas con las puntas de mis dedos. Se me antojó que estaba triste. Ya no quedaba ninguna manzana para seguir conversando.


Entonces, abracé su tronco mientras le contaba un secreto:


—Los buenos amigos no necesitan hablar para entenderse. Las palabras sobran cuando se envuelven en un abrazo.



©Blanca de la Torre Polo




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