miércoles, 29 de mayo de 2019

Cristina Vázquez: Rosalind







Y las brisas de largos remos
golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.
(Poeta en Nueva York. Federico García Lorca)



¿Quién es esta niña? Vaya cara de cateta tiene.

Rosalind le arranca la foto de las manos y sin mirarla apenas, le contesta que la había comprado en una tienda de viejo y que la niña le pareció muy mona.

Las luces intensas de neón iluminan con frialdad el despacho dónde están las dos amigas. Rosalind es la redactora jefe de una revista de moda de gran tirada en Estados Unidos y la otra la estilista. Se conocen hace años, colaboran sin demasiadas tensiones, con la dosis adecuada de competitividad y exigencia que les permite mantenerse en sus puestos.

Cuando entró a trabajar con una beca, hacía ya veinte años, le pareció que el piso dieciocho de directivos no lo alcanzaría nunca. En casa la llamaban Rosaurina y había conocido el largo, larguísimo trayecto hasta llegar a Manhattan y llamarse Rosalind. Frío helador en invierno, horas de metro con gente adormilada y absurda, carreras, codazos, hasta aprender a poner ella el pie encima, a perfeccionar su inglés con un tono británico, pues se había educado en Inglaterra, mentía. Se estudió con detenimiento el mapa de Gran Bretaña, la lista de colegios buenos y los barrios de Londres, para que no la pillaran. Sí, de España conocía sobre todo el Sur, a veces iba de vacaciones con su familia. ¡Tan diferente y simpática la gente! Era un sitio adorable y aún exótico en sus costumbres.

Cuando volvía a su piso, diminuto pero bien situado, lanzando los tacones al aire y con una copa de vino en la mano, llamaba a su madre que vivía en el Bronx. Después de escuchar un rato sus quejas, sus dolores, y con la promesa de ir el domingo, colgaba con irritación.

Llegar a casa de la madre le suponía otro trayecto largo y fatigoso. Su único día de descanso se emborronaba en olores picantes, griterío de niños por la escalera pintarrajeada, y un profundo desánimo al verla cada vez más vieja, más triste y más alejada de ella. Sus puntos de convergencia se fueron separando tenue pero firmemente, hasta llegar a un lenguaje inconexo entre ellas.

No soportaba verla en zapatillas con una bata acolchada en invierno o de dibujitos chillones en verano, hablando cada vez más de su pueblo, de sus hermanos, de lo difícil que le resultó marcharse, de lo duro que fue vivir y educarla en este país tan diferente. ¡Siempre lo mismo! Con unas lágrimas indecisas, un pelo mal teñido de color anaranjado y unas manos callosas. Ella se mira su perfecta manicura rojo Byzancio.

Que volviera de una vez a su pueblo, le decía con impaciencia, pues la madre era la representación del mundo que quería olvidar, el mundo al que odiaba pertenecer, el mundo que con su esfuerzo había conseguido superar. Ella, en cambio, era la respuesta a un fracaso de vida, a la emigración ramplona, a la extranjería permanente.

La madre con los hombros levantados, la mirada húmeda de una nostalgia acuosa, se quejaba que ni de aquí ni de allí, y que la vez que volvió no conocía a nadie. El pueblo estaba tan cambiado que tenía que mirar las fotos para poder ubicar las casas, el bar, la tienda de ultramarinos, la huerta. Ya tenía apartados los ahorros para que cuando muriese, la mandara para allá, pero con los ojos cerrados y se los frotaba con un pañuelo arrugado. El acento de su infancia le salía con una cadencia tan marcada que Rosalind no lo soportaba.

¡Mamá por favor, no empieces!

Fue distanciando las visitas, no tenía tiempo. Volvió un domingo que no estaba previsto, pues no pudo hablar con ella en toda la semana. Las vecinas le dijeron que se la llevaron al hospital. Había tenido un derrame cerebral y seguramente no sobreviviría. Se sentó a su lado y de repente reapareció un rasgo de juventud en su cara, una dulzura olvidada en el rostro forzadamente relajado. El único ruido era el respirador artificial, suave y continuo. Abrió el cajón de la mesilla. Estaban las gafas, su carnet, el rosario y una foto. La miró con atención. Vio una niña sentada sobre unas maletas y en su carita se resumía la desolación y el miedo. Detrás, la fecha, el nombre de su madre y el puerto desde el que salió.

Y supo con desolación que ya era tarde.



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