Espera aquí y no te muevas, dijo mamá
sentándome encima de la maleta. Creo que me puso allí para distinguirla.
¡Casi todas eran iguales! Cerca de mí, también sentado, pero sobre un
baúl, había un niño. Estaba igual de aburrido que yo. Comencé a fijarme
en el trabajo de los marineros. Cargaban los equipajes en unas redes, la
grúa las levantaba, luego, despacito, las dejaba sobre el muelle.
—¿Crees que se acordarán de que estamos aquí? —gritó impaciente el niño.
Me encogí de hombros. Mi madre sí que se
iba a acordar. ¡Le guardaba su maletón! Continué mirando las redes.
Pensé que era apetecible bajar como uno de aquellos bultos,
balanceándome igual que lo hacía en el columpio de la higuera. El niño
movía los pies dando patadas a su asiento. Me gustaban sus zapatos
marrones de piel muy brillante. Miré los míos. Estaban sucios de barro,
aunque fuera de tierra de la aldea. Levanté un pie y toqué una punta. Me
llevé los dedos a la nariz. Ya no olían a prado, ni a establo. Ahora
sólo estaban sucios. Los suyos quizá eran nuevos.
—¿Qué haces? —me chilló otra vez. Inclinando la cabeza, levanté un hombro—. ¿Crees que se habrán olvidado de nosotros?
Estaba asustado. ¡Ojalá se hubieran
olvidado! Con un poco de suerte me devolvían a la aldea con mis abuelos.
¡Pobres!, cómo me abrazaban antes de subir al autobús que nos llevó
hasta el puerto de La Coruña. Cuánta gente. Me daba un poco de asco
tanta lágrima, tantos mocos entre los besos. El abuelo me miraba
sonriente, con sus tristes y desteñidos ojos azules. Quizá se los habían
lavado con lejía, como hizo mamá con el delantal del colegio. Aunque él
me dijo que era porque les había dado mucho el sol. No sé. Llorando, le
pedí que no tirara el columpio, que iba a volver pronto. Lo abracé y me
costó separarme de su calor, de su olor a humo, a hierba.
—Tengo hambre. ¿Tú no? —gruñó lloriqueando.
Lo miré. Se había tumbado sobre el baúl.
Temblaba. Miedica, pensé. Metí la mano en el bolsillo y le enseñé un
trozo de pan con queso. No te lo tomes todo, había dicho mamá al dejarme
sobre el equipaje. No sé cuándo podremos volver a comer. Él se bajó y
vino a sentarse conmigo. Casi no cabíamos. Le iban a robar sus bultos,
pero a mí me daba igual. Le estaría bien empleado. Era bobo. Comenzó a
morderlo. Masticaba muy deprisa y se le iba a acabar pronto. ¡Qué torpe!
Olía bien. No como mi abrigo que todavía tenía el olor del hollín de la
cocina y de las vacas.
—¿Tienes más? —moví la cabeza—. ¿Por qué no hablas? ¿No tienes lengua?
Me giré hacia él despreciativa. Abrí la
boca y se la enseñé. También le daba patadas a nuestra maleta. Si mamá
lo veía, se iba a enterar.
—Vas a pasar mucho calor con ese abrigo.
Lo miré despacio. Él vestía traje
marrón, como el de los tíos cuando iban al baile de la feria. La abuela
decía que le gustaba verlos cuando vestían de lujo. A mí mamá siempre me
hacía un vestido nuevo para ir a la misa de la feria. El último era
blanco. Había roto una sábana y la abuela se enfadó.
—Yo vivo aquí. Bueno, en una ciudad más
pequeña, que no tiene mar, aunque muy cerca hay una playa. Está muy
bueno —dijo señalando el bocadillo.
Lo miré. ¿Es que era tonto? Pues claro que estaba bueno. Era del queso que hacía el abuelo. ¡Qué pena que ya se hubiera acabado!
—Hemos ido a ver a los padres de mis papás. Llevábamos quince años sin verlos. Les hemos llevado muchos regalos, ¿sabes?
Mentiroso, pensé. ¡Apenas era mayor que yo! A mí que me importaban sus regalos. Seguí mirando el trajinar de las redes.
—En la aldea de mi mamá en vez de dulce de guayaba, tenían uno de membrillo, que no me gustaba.
¿Dulce de guayaba? Qué será eso, pensé
alzando los hombros hasta casi las orejas. Lo vi limpiarse las manos en
el pantalón que se le llenó de migas.
—Y mi tía se viene con nosotros para
cuidarme, porque nos hemos comprado un almacén y mis papás tienen que
trabajar todo el día. ¿Tú no te quedas con tus abuelos?
Es idiota. ¿No ve que estoy aquí? Y
además no paraba de hablar. Seguía con su tontuna de golpear el equipaje
con sus zapatos marrones. Eran más bonitos que los míos, pero él era
tonto. Por fin llegó mamá a buscarme. Le hizo bajarse de nuestra maleta y
lo dejó allí plantado. No le dije adiós.
No quince, sino veinte años más
tarde, volví a la aldea. Apenas quedaba nadie viviendo en ella. Solo
algunos viejos acompañados por las abandonadas casas, por los campos sin
cultivar y las cuadras vacías. Después de visitar el cementerio y
limpiar la tumba familiar, me dirigí a la casa de los abuelos. El tejado
estaba hundido y el suelo de la habitación se había caído sobre la
cocina, arrastrando mi cama de hierro, antes pintada de azul añil.
Paseando por la huerta llegué hasta la higuera. Las carcomidas cuerdas
del columpio, ya sin tabla, seguían colgadas de la rama, aunque solo
sirvieran para mecer el transcurrir del tiempo.
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