Llegó abril y llegaron las lluvias. ¡Tan esperadas! No
había llovido en todo el invierno. Se habían hecho rogativas pidiendo agua y se
había sacado al Cristo en procesión, ¡Todo inútil! La tierra seguía parda y
seca. Los ánimos poco generosos, rácanos como la hierba, secos como la tierra.
Así pues, cuando llegaron las lluvias, todo el mundo pensó:
¡Llueve dios!, y no importaba mojarse. Llovió durante días, por la mañana y por
la noche, llovió sin parar, al principio despacito, luego, a cantaros.
Desapareció el horizonte, fundido el cielo con la tierra, todo gris. Caía la
lluvia sin cesar sobre los campos, sobre los ríos, sobre los tejados y sobre la
gente, que salía de sus casas para sentir el olor a tierra mojada.
Los niños salieron a la calle para jugar en los charcos;
cuando estos se hicieron grandes dijeron que eran lagos, ríos y hasta el mar,
según su tamaño. Hicieron barcos de papel y los pusieron a navegar; a viajar
por una geografía inventada que les llevó lejos… Hasta América llegaron
algunos, otros no pasaron de los límites del pueblo.
Cuando escampó,
grandes y chicos bajaban hasta el arroyo para ver cómo había crecido, ¡Parecía
otro! Se había saltado el puente chico y corría ancho y bravo, como los ríos de
las películas americanas.
Los mayores pensaban, sin atreverse a decirlo: «si sigue
lloviendo saldremos de pobres». La sequía les había castigado con años malos,
uno detrás de otro. Las deudas se han ido acumulando en las casas sin dar un
respiro. ¡La lluvia tenía que cambiar la suerte! ¿Podré casarme este año?,
pensó más de uno, ¡Podré hacerme el ajuar! Soñó la mocita casadera… Los hombres
estaban contentos sin tener que salir al campo, satisfechos con el descanso que
la lluvia les impone.
Yendo de un lado a otro de la casa; sin rumbo, estorbando
a las mujeres poco acostumbradas a tenerlos cerca.
Por las noches, en la oscuridad de la alcoba y con el
ruido de la lluvia en los tejados, ellos abrazaban torpemente a sus mujeres,
les decían bajito al oído cosas, que no les decían desde hacía mucho tiempo.
Ellas respondían al abrazo riendo, recibiendo el semen, lluvia para sus
vientres, que se hincharían como el grano en la tierra húmeda…
Pasaron los días y no paraba de llover, la tierra estaba
inundada. Los animales, engordaban en las cuadras, se impacientaban sin
trabajar.
En las casas ya se han comido todas las provisiones, se han bebido el
vino de pitarra y el vino viejo que tenían guardado. Se han contado todas las
historias alrededor de la lumbre. Sale, por fin, el sol y el arco iris, la
alianza entre el cielo y la tierra, la promesa de Dios, ¡Este será un año
grande! En verano recogerán una buena cosecha y en invierno nacerán muchos
niños en el pueblo… fruto de las lluvias de abril.
© Socorro González-
Sepúlveda Romeral
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