El
mensaje tenía cinco palabras. Lo había visto al trasluz.
Se
lo metió en el bolsillo de la gabardina y siguió caminando. Un paso, otro paso.
No, no iba a leerlo, aunque lo sentía en su muslo como una brasa. Miró a su
alrededor, pensando que el rastro de humo haría que los transeúntes volvieran
la cabeza, que le tirasen al suelo, lo apalearan mientras alguien le arrancaba el papel del bolsillo y lo lanzaba lejos, muy lejos. Si él fuese
uno de ellos, lo haría.
Se
coló en un callejón. Los restos de basura y otras inmundicias quisieron entran
en su nariz. Pero sus sentidos ya estaban embotados de aquellas cinco
palabras. Y un punto. Ahora lo
recordaba. Un punto y final.
Al
amparo de la oscuridad de un portal, se dejó caer y con mano temblorosa, sacó el mensaje hecho un gurruño. Un grifo goteaba y algo
pequeño se movió muy cerca. No debía hacerlo. Solo tenía que pasarlo a otro
como él, un peón cualquiera en una partida de ajedrez. Así se sentía él. ¡Si pudiera llegar hasta la reina!
Jamás vio nada, ni siquiera una torre. Tan solo el resultado, como todos. Se
hacía el tonto y parloteaba sobre ello como un inocente más.
Desdobló el papel y las vio. Las palabras. Eran pequeñas, tan
concisas... ¿qué me dices del punto? Insignificante, pero demoledor.
El temblor
de sus manos zarandeó todo su cuerpo, la bilis inundó su garganta, las náuseas
le hicieron doblarse en dos.
Y lo
hizo. El peón se coronó reina. Y para celebrar el ascenso se preparó un
banquete. Se fue tragando una por una cada palabra y las apresó en su alma,
para que nunca lograran llegar a su destino.
©Blanca
de la Torre
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