jueves, 11 de julio de 2019

Socorro González-Sepúlveda Romeral: Día de nieve




Cuando me desperté, había un silencio extraño, que luego comprendí.  Todo estaba blanco y silencioso. En los arriates del patio, la nieve había redondeado formas caprichosas sobre las plantas y los árboles. Sonó el reloj de la plaza del ayuntamiento. Sus campanadas se oyeron raras, como en sordina. La plaza parecía más pequeña. Casi medio metro de nieve cubría el suelo y los tejados; la fuente y el pilón en el centro, con carámbanos de hielo, parecía de cristal.

Mis hermanos ya habían encendido una buena lumbre, cuando mi madre les mandó abrir dos veredas en la nieve intacta: una de mi casa a la fuente otra de casa del cura, que vivía enfrente, a la iglesia. Poco a poco, comenzó a salir la gente a la calle. Tocaron a misa, las campanas también se oían en sordina como el reloj. Todos parecían contentos con la nevada tardía a finales del invierno, casi primavera. Las chimeneas comenzaron a echar humo y el olor a leña quemada se extendió por el pueblo.

Los pequeños jugábamos en la nieve, pero pronto se nos mojó el calzado poco apropiado para la época, solo el hijo del carnicero llevaba botas de agua.

Fue el día de la nevada, el que eligió el herrero para declararse al ama del cura, que era viuda, lo hizo cuando este estaba en misa, pero el ama le dio calabazas. Dijo que: “Si tenía que hacerse cargo de un hombre, al que tenía que lavar y planchar la ropa, mejor que fuera el cura que era honrado y muy limpio, que el herrero siempre andaba tiznado”. La gente se reía, sin embargo, el herrero se lo tomó muy a mal y estuvo despotricando en el bar contra todos los curas y contra sus amas.

Ese día también lo eligió la tía Martina, que era una santa, para morirse.

─Ya ha descansado la pobre ─decía la gente, refiriéndose a que no tendría que soportar al borrachín de su marido, que a veces la pegaba.

Estaba echada en su cama con un rosario entre las manos, muy pálida y con los ojos cerrados. Al lado de la cama dos cirios encendidos, uno a cada lado. Lo vimos por la ventana, pequeña y con el cristal empañado por el frio, hasta que nos echaron de allí con cajas destempladas.

Estorbábamos en todas partes y, cabizbajos, nos fuimos a la salida del pueblo, donde estaba la piedra resbaladiza para tirarnos desde arriba, pero también estaba desaparecida bajo la capa de nieve. Fuimos hasta el horno de hacer pan. Allí se estaba caliente. Nos dejaron estar hasta que sacaron las hogazas con una pala, estaban muy calientes y tiernas. La tía Dorotea, que era la dueña de la cochura repartió una entre todos.

Tocaron a muerto las campanas, el sonido era muy triste.  La nieve ya había empezado a derretirse, goteaban las canales y empezaron a formarse charcos. Alrededor de la iglesia se formaron grupos de hombres, que se quitaron la gorra cuando salió el entierro, en señal de respeto. Después, siguieron al féretro. Nosotros también les seguimos.

El sastre, que iba en la última fila hablaba de lo cara que estaba la vida, que en el pueblo no se podía vivir porque nadie se había hecho un traje desde el año pasado y que, si él fuera joven, se iría a América a hacer fortuna como su primo, pero que su mujer no quería ni oír hablar de eso. El tío Floro le dio la razón dijo que en el pueblo si no fuera por la caza la gente se moriría de hambre, que las tierras eran malas y que, como iba la gente a hacerse un traje si casi todos eran pobres. Nosotros sabíamos que también había gente rica en el pueblo, pero como nos dijo “el Maqui” que era el más listo, los ricos vivían casi todo el año en la capital.

En estas llegamos al cementerio, donde los cipreses y las tumbas estaban cubiertos de nieve. La gente después de enterrar a la tía Martina y oír el responso, que el cura dijo deprisa por el frío, se repartió entre las tumbas para rezar a sus muertos. Nosotros también fuimos a curiosear por entre los cipreses y, de pronto, vimos junto a la tapia del cementerio, destacando en la blanca nieve un ramo de peonías rojas. No había ni tumba ni cruz de mármol ni de madera, ningún letrero decía quién estaba enterrado allí, nadie estaba rezando al lado.  Las peonías, recostadas en la tapia, parecían haber llegado solas desde la ladera de la montaña donde crecían.

Cuando volvimos al pueblo casi anochecía. La vuelta se hizo en desorden y deprisa, todos tenían ganas de llegar a casa, nosotros también. Mientras mi madre me quitaba los calcetines para secarlos cerca del fuego, le conté lo de las peonías, cómo y dónde estaban. Ella suspiró y me dijo:

─Allí fusilaron, hace mucho tiempo, a un grupo de hombres del bando perdedor de la Guerra Civil. Hace algunos años empezaron a aparecer flores frescas en ese lugar. Alguien las pone sin dejarse ver. Siempre son flores silvestres…

─Esas peonias son las primeras de la primavera.
    

© Socorro González-Sepúlveda Romeral




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