¿Qué cómo prefiero estar aquí a
trabajar por la calle? ¡Oh! señor, yo no soy ingeniero, como usted, ni
médico, como su amigo. Y ya se sabe, que sin estudios, ni arriba ni
abajo, se tienen muchas posibilidades de éxito. En cualquier caso, como
ahora tenemos un momentito de descanso, se lo cuento.
La culpa de todo la tuvieron los celos.
Desde que él se encaró con el Jefe, Éste, llenito de razón, que no niego
que la tuviera, nos puso a todos los protestones en la calle. Fue
entonces cuando montamos esta cooperativa, que he de reconocer que a
pesar de las crisis, no nos ha ido nunca mal. Pero, ¡en fin! A lo que
iba. Le diré que todavía hoy no entiendo por qué me marché. A mí siempre
me gustó el estilo de nuestro antiguo Jefe, su temple, su corrección. Y
no sé por qué en aquel momento, como hacen tantos otros, sobre todo los
que como yo no tenemos estudios, ni formación, ni criterio y por tanto,
estamos siempre con el que más alborota, seguí al que más chillaba, o
sea, al que rige todo esto. Ahí, en ese instante, comenzó mi desventura.
Verá. Mi nuevo jefe lo tiene claro, él
es el único que manda. Además, como es guapo, con buen tipo, cuando sale
en busca de clientes, no le va mal. Para ser justos le diré que le va
de perlas. Yo siempre intenté emular su estilo, pero, claro, ni soy
alto, ni tengo sus ojos color carbón, ni el pelo negro brillante de ese
aceite que se pone y cuya marca mantiene en secreto. Por no decir nada
del perfume extraño, varonil, que deja estela a macho ahí por donde
pasa. Como podrá comprender, cada vez que intentaba ligarme a una
muchachita de esas de tez nacarada, elegante, rubia, o a un muchachito
esbelto, de piel bronceada, y abdomen de estatua griega, que ahora
también los hay muy lanzados, ellos se reían de mí.
Y no crea, que andaba ya muy preocupado
cuando el jefe me mandó llamar. Me dijo que me iba a despachar a
calderas si no era capaz de encontrar algún cliente. Que ya llevaba
muchos años en fundido a negro, que no sé qué quiere decir, ¿usted sí?
Tampoco. Da igual. Pues me dijo que si aún no había podido aprender el
oficio, sintiéndolo mucho, estaba dispuesto darle mi puesto a otro. Al
parecer, han llegado últimamente unos becarios de lo más espabilados,
empujando de lo lindo. Además, no crea que yo no me doy cuenta de que
todos estos muchachitos de ahora tienen una facha que da gloria, claro,
cómo han sido bien alimentados y casi siempre tienen estudios, pues, ¡ya
se sabe!
Sigo con lo mío. Una tarde decidí
cambiar de plaza de trabajo y me fui a Madrid, una ciudad de alegres y
divertidas noches. No andaba aún muy bien ubicado, cuando me tropecé con
El Retiro, un parque muy bonito en donde, aún no lo comprendo, me
dijeron que le habían colocado una estatua a mi jefe, y decidí acercarme
a verla. Más que nada para tener algo que comentar con él cuando lo
viera. Siempre está bien poder alabarlo un poco.
Circulaba por los paseos intentando
encontrarla, cuando vi venir hacia mí una jovencita, luego me percaté de
que no era tan joven. Era muy guapa, delgada, y de aspecto algo triste.
Para mi sorpresa, aquella belleza cojeaba. Ésta es la mía, pensé,
porque con ese defecto, a lo mejor era una joven sin pretensiones.
Me acerqué a ella y me tiré al suelo
fingiendo una torcedura de tobillo. Fue una de mis mejores
interpretaciones. La muchacha, con sus inmensos ojos azules espantados,
me ayudó a levantarme.
Que si me había hecho daño, me preguntó.
Nunca podrá hacerme daño un ángel, contesté con un leve aleteo de
pestañas. Eché de menos las del jefe, largas rizadas, espesas, pero
parece ser que las que mis ojos lucen, aunque pobres, hicieron su papel,
y en el estado emocional de aquella mujer al verme por los suelos,
causaron el efecto deseado.
¿Me puede acompañar a tomar un café?, le
pregunté. No sé si puedo andar solo. Creo que me he torcido un tobillo.
Ella, tiesa, sin mirarme ni contestar, frunció la nariz. ¿Qué le pasa?,
pensé yo. Siguió frunciendo la nariz olisqueando el aire, como si fuera
un cerdito en busca de su adorada trufa. De pronto sacó del bolso un
precioso pañuelito de batista con muchas puntillas. ¡Qué seductor
perfume dejó en el aire aquella blanca telita! Con él se tapó la nariz.
¡Lávese!, dijo, mirándome a la cara. ¿No
le da vergüenza a un joven tan agraciado como usted ir oliendo a
porquería, a azufre? ¡Lávese! Repitió levantando un dedo. Creí que iba a
pegarme. Y, renqueante, se fue como alma que lleva el diablo.
Ante mi fracaso, suspiré profundo. Me
encogí de hombros ¡Otra vez será! Y me dispuse a contemplar la estatua.
Levanté la cara. Mi mirada se quedó clavada en aquel cuerpo de piedra.
Nunca podré compararme con el apolíneo joven que luchaba contra las
serpientes, pensé. Levanté los brazos y, en barrena, me introduje por la
tierra hasta llegar a las oficinas. Abrí la puerta del despacho del
jefe y le dije que quería cambiar de puesto.
Y desde entonces, este es mi lugar de
trabajo. Y no crea, aquí en calderas, aunque haga un poco de calor, se
está mucho más tranquilo que andando por los tugurios en busca de algún
alma que arrastrar a los infiernos.
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