Cuando en el cole te dan un animal para
que lo cuides y ese animal se llama “gusano”, la relación entre el animal y
mamá no auguraba un buen comienzo.
No cambió mucho el hecho de que su
apellido fuese “de seda”. El impacto del primer nombre arrasaba, sin piedad,
las bondades del segundo.
Había sido una muy mala estrategia de
marketing para el que se le había ocurrido colocar el nombre de esa manera. Mejor
le hubiera ido al bicho, pensando en su futuro, que lo hubieran bautizado como
“seda de gusano”.
Tratándose de nombres la lógica
matemática no funciona; el orden de los factores altera el producto de forma catastrófica.
Con mi caja de zapatos tuneada para
casita de gusanos de seda bajo el brazo y la mochila colgando de mi hombro de
cualquier manera, me dirijo a mi madre mientras me despido de mis compañeros de
clase.
Noto su mirada de halcón después de
realizar un escáner en tres dimensiones sobre mi persona como hace todos los
días cuando salgo del colegio. Se me acerca con mirada suspicaz y una media
sonrisa en los labios —que no me engaña, porque ya nos conocemos— y me dice con
ligereza:
—Anda, ¿qué traes ahí?
—Es mi nuevo proyecto de Naturales—le
respondo de forma escueta.
Me va interrogando de camino a casa y a
mí se me viene a la cabeza una película sobre una chica que descubre que su
padre era un agente secreto y ella no se lo puede creer. A mí lo que me extraña
es que mi madre no lo sea, sería capaz de hacer confesar sus peores acciones a
cualquiera con una sonrisa; es uno de sus talentos que desaprovecha conmigo.
Voy contestando mecánicamente a las
preguntas de siempre:
—¿Qué tal hoy? —pregunta ella.
—Bien... —contesto yo.
—¿Con quién has jugado?
—Con mis amigos...
—¿Qué has aprendido?
—Muchas cosas.
—¿Qué tal con tu profesora?
—Como siempre.
Todo para acabar con la pregunta trampa:
—¿Tienes deberes?
—Se dice tareas escolares —le recalco—. Y
sí, tenemos; los dos —respondí con una inmensa satisfacción, explicándole que
tenía que ayudarme en el trabajo de ciencias.
Aunque le he explicado que con el tiempo
y los cuidados necesarios, los gusanos de seda se transformarían en mariposas,
no ha causado el efecto que yo esperaba. La idea de ambientarlo como «El patito feo, versión insecto», no ha
convencido demasiado a mi madre. No le ha hecho mucha gracia que para
alimentarlos tengamos que buscar árboles de morera por todo el barrio y que
haya que limpiar la caja de sus..., digamos... desechos, todos los días.
Pero como mi madre siempre se las apaña
para sorprenderme, a los pocos días empezó a cogerles cariño e, incluso, les
puso nombre —los más grandotes: Tren y Cerilla; también estaban Enano, Cobra,
Cebrita y Fósforo —. ¡Hasta empezó a hablarles como a mí!
«¡Pero bueno! ¿Te quieres bajar de ahí?»
«¡Me falta uno! ¿Dónde se habrá metido?»
«¡Qué haces en esa hoja seca! Así, no vas
a crecer nada. Anda, cómete esta fresca, que tendrá más vitaminas»
«¡Qué sucios estáis! ¿Qué tal un bañito?»
Y cosas por el estilo.
Aun así, en el interior de madre
albergaba un pequeño temor. Cuando los gusanos de seda llegaron a casa, eran
pequeñitos, de un gris oscuro. Ella había oído, que a medida que fuesen creciendo,
se harían gordos y blancos —¡qué repelús!— y no sabía el efecto que iba a
causarle esa nueva apariencia. Pero, yo confiaba en la ceguera del amor. Mamá
les había cogido mucho cariño y ya sabemos que para una madre no hay hijo feo.
No tardamos mucho en resolver el
misterio; en pocas semanas empezaron a crecer. Algunos tenían un tono marfil,
otros eran más oscuros y con rayas, pero comprobé, con alivio, que ella los
seguía mirando con la misma adoración.
—¡Mirad mis gusanos qué hermosos están!
Comen de maravilla—la oía decir.
Eran unos zampones. Mi madre y yo
teníamos que espabilar por las mañanas e ir a la caza de moreras por los
jardines antes de entrar al colegio.
Al principio, no fue fácil; no conocíamos
exactamente cómo era una hoja de morera. Es sencillo cuando el árbol ya ha dado
moras —un fruto que produce un gran escándalo cuando lo pisas—, pero no era el
caso, aún no habían madurado. Mi madre lo buscó en el diccionario de la Real
Academia Española —que es infalible, según ella—, pero sus indicaciones no nos
sirvieron de gran ayuda: “...hojas
ovales, obtusas, dentadas o lobuladas”, leímos con gran atención y mayor
confusión.
Al final, entre lo que recordábamos de
otras primaveras y unas imágenes por internet, logramos detectar aquel árbol,
tal vez, en peligro de extinción: ¡todo el colegio tenía el mismo proyecto de
Naturales!
No sé cómo se las apañó mamá para traer
más hojas frescas a casa, pero lo hacía. No pregunté por sus métodos, porque su
audacia me hacía ponerme colorado en más de una ocasión.
Conseguimos que sobrevivieran y, juntos,
contemplamos cómo iban hilando y construyendo los capullos de seda —eran de un
amarillo brillante— donde se llevaría a cabo su metamorfosis a mariposa. Los
hilos eran suaves, pero no delicados.
La metamorfosis llegó el día que menos lo
esperábamos. Uno de los saquitos de seda se abrió y apareció una mariposa
blanca. Mi madre metió el dedo con sumo cuidado y vimos, sorprendidos, cómo se
posaba sobre su yema y nos miraba, moviendo aquellas antenas tan singulares. No
se lo conté a nadie porque no entendí la emoción que me embargaba.
Después, las mariposas fueron poniendo
cientos de huevos minúsculos, que parecían semillas. No verían nacer a sus
hijos, ellas morirían en pocos días. Eso nos entristeció, pero entendimos que
era su ciclo natural; ya habían cumplido con el sentido de su existencia.
Sé que mi madre tiene una caja grande de
color añil donde atesora sus recuerdos. Estoy seguro que alguna de esas mariposas,
tal vez, en algún pequeño frasco de cristal, hace compañía a los demás trocitos
de su vida. Una vez curioseé un poco y encontré unos patucos de ganchillo que
me hizo la bisabuela, junto con piedras de distintas formas, monedas antiguas,
fotos, postales, dibujos y manualidades mías.
Guardamos los huevos con la ilusión de
que de ellos surgieran nuevas vidas.
Tiempo después, mi madre me contó que
había aprendido mucho de los gusanos de seda, como quedarse un rato sin hacer
nada, tan solo observando cómo se movían de un lado para otro, devorando las
hojas con pequeños, pero voraces mordiscos; verlos crecer y evolucionar; no
dejarse influir solamente por el nombre o la apariencia, ni por comentarios de
tipo: «¡Ay, qué asco!». Por tontunas así puedes perderte una gran aventura, o
un buen amigo, o un momento especial, o ... ¡qué sé yo!, alguna cosa que
merezca la pena.
También me explicó algo curioso: aprendió
a tener paciencia, a dejar que ellos mismos caminaran hacia las hojas verdes y
abandonaran las secas y mustias, sin que mi madre interviniera; a esperar que
ellos solos se deslizaran hacia algo mejor.
«Porque así, es el curso de la vida», me
dijo.
Pasaron los meses y pensé que ya se había
olvidado de nuestro último proyecto de Naturales, hasta que la oí hablar en voz
alta, mientras preparaba una charla para padres y madres:
—Los padres y las personas que cuidan y enseñan
a nuestros hijos, estamos para poner las hojas frescas y esperar; para
facilitar los medios y las herramientas y dejar que ellos mismos las utilicen a
su ritmo. Eso sí, siempre atentos, por si en algún momento, necesitan de un
pequeño empujón.
Me quedé pasmado con todo lo que los
gusanos de seda le habían enseñado a mi madre y pensé:
«¡Sí que son listos los gusanos!».
Blanca de la Torre Polo ©
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