sábado, 10 de agosto de 2019

Blanca de la Torre Polo: Seda de gusano, la versión insecto del Patito Feo (Cuento + Vídeo)



Cuando en el cole te dan un animal para que lo cuides y ese animal se llama “gusano”, la relación entre el animal y mamá no auguraba un buen comienzo.
No cambió mucho el hecho de que su apellido fuese “de seda”. El impacto del primer nombre arrasaba, sin piedad, las bondades del segundo.
Había sido una muy mala estrategia de marketing para el que se le había ocurrido colocar el nombre de esa manera. Mejor le hubiera ido al bicho, pensando en su futuro, que lo hubieran bautizado como “seda de gusano”.
Tratándose de nombres la lógica matemática no funciona; el orden de los factores altera el producto de forma catastrófica.
Con mi caja de zapatos tuneada para casita de gusanos de seda bajo el brazo y la mochila colgando de mi hombro de cualquier manera, me dirijo a mi madre mientras me despido de mis compañeros de clase.
Noto su mirada de halcón después de realizar un escáner en tres dimensiones sobre mi persona como hace todos los días cuando salgo del colegio. Se me acerca con mirada suspicaz y una media sonrisa en los labios —que no me engaña, porque ya nos conocemos— y me dice con ligereza:
—Anda, ¿qué traes ahí?
—Es mi nuevo proyecto de Naturales—le respondo de forma escueta.
Me va interrogando de camino a casa y a mí se me viene a la cabeza una película sobre una chica que descubre que su padre era un agente secreto y ella no se lo puede creer. A mí lo que me extraña es que mi madre no lo sea, sería capaz de hacer confesar sus peores acciones a cualquiera con una sonrisa; es uno de sus talentos que desaprovecha conmigo.
Voy contestando mecánicamente a las preguntas de siempre:
—¿Qué tal hoy? —pregunta ella.
—Bien... —contesto yo.
—¿Con quién has jugado?
—Con mis amigos...
—¿Qué has aprendido?
—Muchas cosas. 
—¿Qué tal con tu profesora?
—Como siempre.
Todo para acabar con la pregunta trampa:
—¿Tienes deberes?
—Se dice tareas escolares —le recalco—. Y sí, tenemos; los dos —respondí con una inmensa satisfacción, explicándole que tenía que ayudarme en el trabajo de ciencias.
Aunque le he explicado que con el tiempo y los cuidados necesarios, los gusanos de seda se transformarían en mariposas, no ha causado el efecto que yo esperaba. La idea de ambientarlo como «El patito feo, versión insecto», no ha convencido demasiado a mi madre. No le ha hecho mucha gracia que para alimentarlos tengamos que buscar árboles de morera por todo el barrio y que haya que limpiar la caja de sus..., digamos... desechos, todos los días.
Pero como mi madre siempre se las apaña para sorprenderme, a los pocos días empezó a cogerles cariño e, incluso, les puso nombre —los más grandotes: Tren y Cerilla; también estaban Enano, Cobra, Cebrita y Fósforo —. ¡Hasta empezó a hablarles como a mí!
«¡Pero bueno! ¿Te quieres bajar de ahí?»
«¡Me falta uno! ¿Dónde se habrá metido?»
«¡Qué haces en esa hoja seca! Así, no vas a crecer nada. Anda, cómete esta fresca, que tendrá más vitaminas»
«¡Qué sucios estáis! ¿Qué tal un bañito?»
Y cosas por el estilo.
 —Que sí, profe, que mi madre los mete en un táper de plástico con un poco de agua y les da un remojón— le conté a mi profesora Ana cuando me preguntó cómo íbamos con los gusanos. Ella me miró con asombro, pero como es muy diplomática, no dijo nada.
Aun así, en el interior de madre albergaba un pequeño temor. Cuando los gusanos de seda llegaron a casa, eran pequeñitos, de un gris oscuro. Ella había oído, que a medida que fuesen creciendo, se harían gordos y blancos —¡qué repelús!— y no sabía el efecto que iba a causarle esa nueva apariencia. Pero, yo confiaba en la ceguera del amor. Mamá les había cogido mucho cariño y ya sabemos que para una madre no hay hijo feo.
No tardamos mucho en resolver el misterio; en pocas semanas empezaron a crecer. Algunos tenían un tono marfil, otros eran más oscuros y con rayas, pero comprobé, con alivio, que ella los seguía mirando con la misma adoración.
—¡Mirad mis gusanos qué hermosos están! Comen de maravilla—la oía decir.
Eran unos zampones. Mi madre y yo teníamos que espabilar por las mañanas e ir a la caza de moreras por los jardines antes de entrar al colegio.
Al principio, no fue fácil; no conocíamos exactamente cómo era una hoja de morera. Es sencillo cuando el árbol ya ha dado moras —un fruto que produce un gran escándalo cuando lo pisas—, pero no era el caso, aún no habían madurado. Mi madre lo buscó en el diccionario de la Real Academia Española —que es infalible, según ella—, pero sus indicaciones no nos sirvieron de gran ayuda: “...hojas ovales, obtusas, dentadas o lobuladas”, leímos con gran atención y mayor confusión.
Al final, entre lo que recordábamos de otras primaveras y unas imágenes por internet, logramos detectar aquel árbol, tal vez, en peligro de extinción: ¡todo el colegio tenía el mismo proyecto de Naturales!
No sé cómo se las apañó mamá para traer más hojas frescas a casa, pero lo hacía. No pregunté por sus métodos, porque su audacia me hacía ponerme colorado en más de una ocasión.
Conseguimos que sobrevivieran y, juntos, contemplamos cómo iban hilando y construyendo los capullos de seda —eran de un amarillo brillante— donde se llevaría a cabo su metamorfosis a mariposa. Los hilos eran suaves, pero no delicados.
La metamorfosis llegó el día que menos lo esperábamos. Uno de los saquitos de seda se abrió y apareció una mariposa blanca. Mi madre metió el dedo con sumo cuidado y vimos, sorprendidos, cómo se posaba sobre su yema y nos miraba, moviendo aquellas antenas tan singulares. No se lo conté a nadie porque no entendí la emoción que me embargaba.
Después, las mariposas fueron poniendo cientos de huevos minúsculos, que parecían semillas. No verían nacer a sus hijos, ellas morirían en pocos días. Eso nos entristeció, pero entendimos que era su ciclo natural; ya habían cumplido con el sentido de su existencia.
Sé que mi madre tiene una caja grande de color añil donde atesora sus recuerdos. Estoy seguro que alguna de esas mariposas, tal vez, en algún pequeño frasco de cristal, hace compañía a los demás trocitos de su vida. Una vez curioseé un poco y encontré unos patucos de ganchillo que me hizo la bisabuela, junto con piedras de distintas formas, monedas antiguas, fotos, postales, dibujos y manualidades mías.
Guardamos los huevos con la ilusión de que de ellos surgieran nuevas vidas.
Tiempo después, mi madre me contó que había aprendido mucho de los gusanos de seda, como quedarse un rato sin hacer nada, tan solo observando cómo se movían de un lado para otro, devorando las hojas con pequeños, pero voraces mordiscos; verlos crecer y evolucionar; no dejarse influir solamente por el nombre o la apariencia, ni por comentarios de tipo: «¡Ay, qué asco!». Por tontunas así puedes perderte una gran aventura, o un buen amigo, o un momento especial, o ... ¡qué sé yo!, alguna cosa que merezca la pena.
También me explicó algo curioso: aprendió a tener paciencia, a dejar que ellos mismos caminaran hacia las hojas verdes y abandonaran las secas y mustias, sin que mi madre interviniera; a esperar que ellos solos se deslizaran hacia algo mejor.
«Porque así, es el curso de la vida», me dijo.
Pasaron los meses y pensé que ya se había olvidado de nuestro último proyecto de Naturales, hasta que la oí hablar en voz alta, mientras preparaba una charla para padres y madres:
—Los padres y las personas que cuidan y enseñan a nuestros hijos, estamos para poner las hojas frescas y esperar; para facilitar los medios y las herramientas y dejar que ellos mismos las utilicen a su ritmo. Eso sí, siempre atentos, por si en algún momento, necesitan de un pequeño empujón.
Me quedé pasmado con todo lo que los gusanos de seda le habían enseñado a mi madre y pensé:
«¡Sí que son listos los gusanos!».

Blanca de la Torre Polo ©




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