Aunque sabía que no volvería a verla en
su silla, sentada de espaldas a la ventana, al volver del hospital a
casa de mi madre, tuve la certeza descarnada de su presencia. Me preparé
algo de beber para quitarme el sabor amargo en la boca, la mano me
temblaba y una estrechez en la garganta me impidió tragar.
Se acabó. Ya está. Todo esto va a
desaparecer y cuánto antes mejor. En ese momento, mientras me lo
repetía, esperando a que llegase mi hermana para empezar a recoger la
casa, me eché a llorar con un antiguo desconsuelo.
Empecé a recorrer el dormitorio que fue
de mis padres, mamá dormía en otro más pequeño desde que murió papá, y
abrí los armarios del vestidor. Los trajes cubiertos con fundas,
bolsitas de lavanda, plásticos protectores, toda una vida resumida en
vestidos, chaquetas, jerseys que no usaba, y en medio de este recorrido
moroso, melancólico, apareció el traje rojo.
¿Cuánto hacía, treinta, veintitantos
años? Iba a ser el baile de mi consagración, decía mi madre ilusionada,
insistente, mientras yo pensaba en lo ridículo de ese empeño adolescente
que no le correspondía. En esa época odiaba las fiestas, esa estupidez
social a la que me obligaban mis padres, y lo aborrecía doblemente
porque tenía la convicción de que pretendía vivir a través de mí lo que
ella no pudo.
Además, el temor a que esos tan
elegantes con los que me codeaba entonces, se dieran cuenta de que era
una impostora entre ellos, que yo no tenía apellidos ni familia a la que
referirme, y menos mi madre, me volvían suspicaz y defensiva. La
fortuna de mi padre y mi belleza facilitaban mucho las cosas, aunque las
preguntas intencionadas o inocentes, referidas a personas y lugares
para mí desconocidos, y aún más para mi familia, me colocaban en
situaciones incómodas en las que sólo una oportuna risotada me permitía
disimular. Me van a descubrir, me van a descubrir, era mi angustioso y
estúpido pensamiento adolescente.
—Podías esforzarte un poco, hija —me suplicaba recelosa— ¡Con lo que le ha costado a tu padre llegar hasta aquí!
Y señalaba un punto indefinido que abarcaba todo el cuarto, la casa, los salones, la plata, la vida.
—Yo no he pedido estar en ningún sitio —e imitando su gesto señalaba el mismo punto indefinido.
Su cara de desolada preocupación, se me viene ahora con tristeza. ¡Qué inútil manera de herir!
Tras largas discusiones por el baile dichoso, intervino mi padre: no quería ni una palabra más, iba a ir a ese baile y punto.
—Basta ya de tonterías —remató indignado.
Mi madre encargó el traje a Balenciaga,
modisto al que empezó a frecuentar. Recuerdo las pruebas en un riguroso
silencio, impecables las oficialas con una bata blanca y yo veía armarse
ese maravilloso traje sobre mi cuerpo y aunque iba como cordero
degollado, la perfección de lo que iba surgiendo, el hechizo del tejido
que se transformaba, el ruido del forro al ponérmelo, el roce de la tela
en mis hombros, me iba despertando una voluptuosidad sorprendida. Un
día, esperando en el probador a que me trajeran el vestido, oí decir a
unas señoras que no sabían de mi presencia, qué se creía la parvenue
esa, gruñó una de ellas, de la que nunca olvidé su nombre ni su cara, y
soltó el nombre de mi madre como si le quemara en la boca. Aunque
tuviera mucho dinero cómo osaba vestirse en Balenciaga, y bajando la voz
dijo.
—Nadie sabe de dónde ha salido.
Creí que me iba a derretir de vergüenza.
Y en medio de estos recuerdos,
levanté el plástico que lo envolvía. El lazo de la espalda seguía firme
como una llamarada de juventud y los pliegues de la cola me recordaron
unos ríos de lava inocente. Al acariciar la tela, reviví como si fuese
el mismo día del baile, la tensión que se mascaba en casa. Mi madre, un
revuelo de nerviosismo y emoción, trotaba a mi alrededor con pasitos
cortos, enfebrecidos, y contemplaba con lágrimas contenidas cómo me iba
transformando. ¡Qué preciosa estás! Al llegar el momento de salir, con
fingida aceptación, tropecé inocentemente con un jarrón previamente
colocado en un lugar estratégico y me lo tiré sobre el traje. La cara de
desolación de mi madre era una máscara rígida y yo di un grito
desesperado, afirmando que no podría ir al baile.
Mi padre, que me miraba salir con cara
embobada, se acercó y cogiéndome del brazo me acercó a la puerta y dijo
con gran suavidad y determinación, que era una pena lo sucedido, pero
que iría al baile mojada o seca. Yo intenté soltarme y él agarrándome
con más fuerza, avanzó hacia la puerta y subió conmigo al coche que me
esperaba.
— Tu madre no se merece esto —y la tristeza de su expresión me conmovió hasta las lágrimas.
— Ahora no toca llorar, aprende a
valorar el esfuerzo de los demás —y acarició la tela empapada— mucha
gente ha trabajado en esta maravilla. No desprecies lo que la vida te
otorga.
Al llegar a la entrada del baile, me
despidió con un beso riguroso y breve en la frente, mirándome con
seriedad me pidió que dejara en buen lugar el nombre de la familia, me
empujó con suave determinación para que bajara y mandó arrancar el
coche.
Suena el timbre y aliviada voy a abrir a mi hermana.
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