viernes, 29 de noviembre de 2019

Cristina Vázquez: Venganza







Aunque sabía que no volvería a verla en su silla, sentada de espaldas a la ventana, al volver del hospital a casa de mi madre, tuve la certeza descarnada de su presencia. Me preparé algo de beber para quitarme el sabor amargo en la boca, la mano me temblaba y una estrechez en la garganta me impidió tragar.

Se acabó. Ya está. Todo esto va a desaparecer y cuánto antes mejor. En ese momento, mientras me lo repetía, esperando a que llegase mi hermana para empezar a recoger la casa, me eché a llorar con un antiguo desconsuelo.

Empecé a recorrer el dormitorio que fue de mis padres, mamá dormía en otro más pequeño desde que murió papá, y abrí los armarios del vestidor. Los trajes cubiertos con fundas, bolsitas de lavanda, plásticos protectores, toda una vida resumida en vestidos, chaquetas, jerseys que no usaba, y en medio de este recorrido moroso, melancólico, apareció el traje rojo.

¿Cuánto hacía, treinta, veintitantos años? Iba a ser el baile de mi consagración, decía mi madre ilusionada, insistente, mientras yo pensaba en lo ridículo de ese empeño adolescente que no le correspondía. En esa época odiaba las fiestas, esa estupidez social a la que me obligaban mis padres, y lo aborrecía doblemente porque tenía la convicción de que pretendía vivir a través de mí lo que ella no pudo.

Además, el temor a que esos tan elegantes con los que me codeaba entonces, se dieran cuenta de que era una impostora entre ellos, que yo no tenía apellidos ni familia a la que referirme, y menos mi madre, me volvían suspicaz y defensiva. La fortuna de mi padre y mi belleza facilitaban mucho las cosas, aunque las preguntas intencionadas o inocentes, referidas a personas y lugares para mí desconocidos, y aún más para mi familia, me colocaban en situaciones incómodas en las que sólo una oportuna risotada me permitía disimular. Me van a descubrir, me van a descubrir, era mi angustioso y estúpido pensamiento adolescente.

—Podías esforzarte un poco, hija —me suplicaba recelosa— ¡Con lo que le ha costado a tu padre llegar hasta aquí!

Y señalaba un punto indefinido que abarcaba todo el cuarto, la casa, los salones, la plata, la vida.

—Yo no he pedido estar en ningún sitio —e imitando su gesto señalaba el mismo punto indefinido.

Su cara de desolada preocupación, se me viene ahora con tristeza. ¡Qué inútil manera de herir!
Tras largas discusiones por el baile dichoso, intervino mi padre: no quería ni una palabra más, iba a ir a ese baile y punto.

—Basta ya de tonterías —remató indignado.

Mi madre encargó el traje a Balenciaga, modisto al que empezó a frecuentar. Recuerdo las pruebas en un riguroso silencio, impecables las oficialas con una bata blanca y yo veía armarse ese maravilloso traje sobre mi cuerpo y aunque iba como cordero degollado, la perfección de lo que iba surgiendo, el hechizo del tejido que se transformaba, el ruido del forro al ponérmelo, el roce de la tela en mis hombros, me iba despertando una voluptuosidad sorprendida. Un día, esperando en el probador a que me trajeran el vestido, oí decir a unas señoras que no sabían de mi presencia, qué se creía la parvenue esa, gruñó una de ellas, de la que nunca olvidé su nombre ni su cara, y soltó el nombre de mi madre como si le quemara en la boca. Aunque tuviera mucho dinero cómo osaba vestirse en Balenciaga, y bajando la voz dijo.

—Nadie sabe de dónde ha salido.

Creí que me iba a derretir de vergüenza.

Y en medio de estos recuerdos, levanté el plástico que lo envolvía. El lazo de la espalda seguía firme como una llamarada de juventud y los pliegues de la cola me recordaron unos ríos de lava inocente. Al acariciar la tela, reviví como si fuese el mismo día del baile, la tensión que se mascaba en casa. Mi madre, un revuelo de nerviosismo y emoción, trotaba a mi alrededor con pasitos cortos, enfebrecidos, y contemplaba con lágrimas contenidas cómo me iba transformando. ¡Qué preciosa estás! Al llegar el momento de salir, con fingida aceptación, tropecé inocentemente con un jarrón previamente colocado en un lugar estratégico y me lo tiré sobre el traje. La cara de desolación de mi madre era una máscara rígida y yo di un grito desesperado, afirmando que no podría ir al baile.

Mi padre, que me miraba salir con cara embobada, se acercó y cogiéndome del brazo me acercó a la puerta y dijo con gran suavidad y determinación, que era una pena lo sucedido, pero que iría al baile mojada o seca. Yo intenté soltarme y él agarrándome con más fuerza, avanzó hacia la puerta y subió conmigo al coche que me esperaba.

— Tu madre no se merece esto —y la tristeza de su expresión me conmovió hasta las lágrimas.

— Ahora no toca llorar, aprende a valorar el esfuerzo de los demás —y acarició la tela empapada— mucha gente ha trabajado en esta maravilla. No desprecies lo que la vida te otorga.

Al llegar a la entrada del baile, me despidió con un beso riguroso y breve en la frente, mirándome con seriedad me pidió que dejara en buen lugar el nombre de la familia, me empujó con suave determinación para que bajara y mandó arrancar el coche.
Suena el timbre y aliviada voy a abrir a mi hermana.



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