Mi mamá se murió. Yo tenía siete años.
Estábamos las dos en la cocina. Eran las doce de un día de las
vacaciones de verano cuando el cuenco en el que preparaba la tarta del
domingo se rompió, y como si fuera un perverso y malvado vómito
amarillo, la crema se extendió por el suelo. Desde entonces, al volver
del colegio me voy a la ferretería de mi padre en donde hago los deberes
y a veces le ayudo.
—Mati, tráeme la caja de los del 10.d —me llama con esa voz que se le quedó desde que ella se fue al cielo.
Y yo, salto de la silla y corro al
armario lleno de cajoncitos con plaquitas en donde aparecen los números
de los tamaños de los clavos, tuercas y tornillos que se guardan en su
interior. Busco lo que me ha pedido y se lo llevo. ¿Ha visto mi nueva
ayudante?, le guiña un ojo al cliente que espera. ¡Pobre papá! Cree que
no me doy cuenta. A mí me gusta echarle una mano, como él dice, por
muchas razones, pero sobre todo porque me atraen los armarios. Y el que
más, el que mi madre decoró con paisajes, flores, y divertidos
personajes de altos sombreros de copa. Ése que está colocado en el
pasillo de nuestra casa y que papá acaricia cada vez que pasa por su
lado. En él ella guardaba las fotos en un antiguo cabás de cartón
pintado con flores amarillas. Tengo que comprar un álbum y colocarlas.
¿Me ayudarás?, decía pellizcándome la mejilla. También, en otras cajas
de lata y madera, guardaba hilos, cintas de colores y restos de telas de
seda.
A veces jugábamos a ordenarlo, cosa que nunca conseguíamos. Recuerdo cómo reía cuando después de estar toda la mañana enrollando cintas y lanas, las volvía a guardar, así, de cualquier manera, en el mismo sitio en el que las había encontrado. Y cuando empujando, lograba cerrar las puertas, le hablaba mientras da vueltas a la llave.
—¡Ay! Si este armario fuera un poquito
más grande —abría las manos agotada—. ¿Por qué no creces un poco todos
los años, como hace Mati?
Y se quedaba mirando la puerta como si pretendiera que le contestara. A mí me daba mucha risa verla.
Ahora tengo ocho años. Y estoy
preocupada. Cada vez recuerdo menos su sonrisa y sus gestos. Cuando
pienso en ella me vienen a la mente las fotografías que están en la caja
de flores amarillas en las que ella, siempre alegre, aparece abrazando a
mi padre, a mí o con el Miki, un perrito que desde que se fue duerme
conmigo. También hay algunas en los que estamos los tres, pero de los
cuatro, no. De esas no aparece ninguna.
Desde hace unos días viene a verme por
las noches. Sí. Por la noche viene a mi habitación y se sienta en la
cama, me besa y me revuelve el pelo. Y no sé cómo lo hace, pero sabe
convertir las noches en días. Me coge de la mano y juntas volamos al
parque, a la piscina. También me lleva al colegio. Aunque cuando me
despierto y la busco por la habitación, ya no está. Últimamente, si en
nuestro paseo fuimos al parque busco los zapatos. Están limpios,
guardados en el armario. Si fue la noche que hicimos tartas, miro el
delantal y sigue ahí, donde ella lo dejó hace un año, doblado en el
cajón. Siempre fue muy ordenada. Lo cierto es que desde que se fue no
hay mucho orden en la casa. Hace ya unas cuantas noches que quiere
arreglar el armario del pasillo. Ven, dice. Y yo me levanto e intento
ayudarla. Pero como nunca nos da tiempo, mi padre por las mañanas tiene
que recoger las fotos, las cintas y las sedas de colores desparramadas
por los suelos.
Mi padre me ha llevado a dormir con él,
quizá quiere ayudarnos a ordenar el armario. Y también me ha llevado al
médico. El doctor nos ha dicho que las visitas de mi mamá son estampas
que nos envía para que no la olvidemos.
—Doctor, no lo entiendo.
Él me miró, y quitándose las gafas, me
pidió que intentara explicarle lo que no entendía. Pensé un poco
encogiendo mucho los ojos, la nariz y la boca, que es cuando mejor lo
hago. Verá, dije. Cuando mamá venía a mi habitación, las dos estábamos
muy contentas y nos abrazábamos, a veces hasta cantábamos. Don Mateo,
que aunque no encogió la cara, sí frunció mucho las cejas, después de
pensar un poco me contó que las visitas de mi mamá eran como cromos que
en vez de estar pegados en el álbum, los llevaba pegados en mi cabeza, y
que no me preocupara, que no se me borrarían nunca.
—No pueden ser cromos, porque son muy grandes.
Él me miró. Se colocó las gafas y me contestó que en mi caso, como yo la quería tanto, serían posters.
Aunque no lo entendí muy bien, pero por
si tenía razón, esta mañana mientras tomábamos el desayuno, le pedí a mi
padre volver a dormir en mi cama. Y esta tarde en la ferretería cogí un
martillo pequeño y cuatro clavos del 1/8, de esos que se llaman
invisibles. Los he guardado, uno a uno, bien separados, en el cajón de
la mesilla con el martillo al lado. No quiero tener problemas cuando los
necesite. Tengo decidido que esta noche, antes de que desaparezca el
póster de mi mamá, lo voy a clavar en la pared.
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