domingo, 13 de junio de 2021

Malena Teigeiro: Un cuento para mis nietos

 


Además de ser hija única del señor Evans, Mathilda era la dueña de la casa de muñecas. Me contó que su abuela se la dejó en herencia y que era de estilo Tudor. Quizá fuera verdad. Lo que sí era cierto es que estaba bastante destartalada, aunque eso sí, todo en ella era muy  rico, decrépito y elegante. Y en cuanto a eso del estilo, pues… ¡Lo sería! En ella, rodeados de plata, porcelanas y encajes, vivía un matrimonio con tres hijos, un niño que siempre iba vestido de marinero, una niña linda como una flor, un precioso y gordito bebé,  y dos criadas. Con todos ellos jugábamos a diario Mathilda y yo.

De pronto nos dimos cuenta de que en la casa moraba un okupa. Era un ratón blanco, pequeño, con el hocico rosado.

––Quizá se escapó del laboratorio de mi padre ––exclamó Mathilda.

El padre de Mathilda, un señor con gafas y físico de profesión, era un hombre muy serio e importante que trabajaba con animalitos. Nosotras, durante unos días, estuvimos muy atentas a ver si preguntaba por él, pero como no lo hizo, decidimos quedarnos con ratón.

Y así, como Perico por su casa, iba el ratón por las habitaciones y pasillos de la casa de muñecas estilo Tudor. El problema vino cuando una noche la dueña se fue a meter en la cama y se la encontró ocupada por Pepe, que era el nombre con el que bautizamos al blanco ratoncito. La señora de porcelana, muy delicada de maneras, pelirroja y con la piel muy blanca, comenzó a gritar, y a gritar. No contenta con eso, se subió encima de un sillón del que no encontrábamos la manera de hacerla bajar. Todos los muñecos, como locos, comenzaron a correr por pasillos y escaleras, pues de los gritos de la señora dedujeron que alguien la estaba atacando. Cuando entraron en el dormitorio y vieron al pequeño y blanco ratón que comparado con aquellas personitas de porcelana parecía un enorme monstruo, también comenzaron a gritar, incluso el padre, cosa que nos pareció bastante cobarde por su parte. La niñera, que era de una aldea chiquitita rodeada de granjas y animales, fue la única que al verlo se quedó tan tranquila. Sonriente, se dirigió a la cuna, cogió al asustado bebé y salió del cuarto entonando una nana. Nosotras intentábamos calmar al resto de los muñecos diciéndoles que aquel ratoncito era bueno, limpio y que estábamos seguras de que también era generoso. Pero ellos, cerriles, obstinados, señalándonos con el dedo, nos dijeron que o aquel monstruo se iba de la casa o llamaban a la policía. Ante esa tremenda amenaza, sin saber qué hacer, nos mirábamos una a la otra con desespero.

––Lo cierto es que este ratón tiene el rostro un poco duro ––rumió Mathilda sentada en el suelo apretando la falda de su vestido.

––Cierto ––añadí yo––. Una cosa es andar por la casa, y otra, muy diferente,  meterse a dormir entre las sábanas de fina batista.

Después de pensarlo mucho, le hicimos a Pepe una cama dentro de una caja de laca china. Era muy linda. Pensamos que le iba a gustar porque en la tapa la caja tenía una muñequita que cuando le dabas vueltas a una llave pequeña y dorada, seguía los compases de un vals. Cuando quisimos recoger a Pepe para colocarlo en su nuevo dormitorio, el ratón se abrazó a los laterales de la cama. Y no contento con eso, al parecer furioso porque le molestábamos, amenazante, nos mostró sus dientecillos. Comprendimos que su disposición a irse era nula, y pronto supimos por qué: A su lado, mamaban de sus tetillas cuatro pequeños ratoncitos. Eran rosados, sin pelo, con dos rallas chiquititas por ojos. Nos quedamos quietas. Realmente, no podíamos sacar de allí a aquella  pobre madre.

Luego de mucho pensar, colocando cajas de zapatos, unas encima de otras, hicimos otra casa de muñecas. Con cuidado de no molestar a aquella mamá, fuimos sacando los muebles, todos excepto la cama, colocándolos en las nuevas habitaciones. Y cuando ya tuvimos la casa dispuesta, trasladamos a la familia de porcelana. Parece que les gustó su nueva morada, incluso le escuchamos decir a una de las criadas que su dormitorio era más amplio que el de la casa vieja.

La preciosísima casa de muñecas de estilo Tudor de Mathilda, fue llenándose con las cosas que cada día llevaba Pepa ––por cierto, desde que lo encontramos en la cama de la señora de porcelana, como no podía ser de otra manera, comenzamos a llamarle Pepa––. Y como lo que llevaba eran en su mayoría restos de comida robados en la cocina de la madre de Mathilda, la casa, además de destartalada, ahora estaba siempre sucia y maloliente. Pero a ellos parecía no importarles.

Y así fue pasando el tiempo, y los bebés ratones crecieron sanos y guapos, encantados de poder patinar sobre el rallado suelo de ricas maderas. Y cuando después de ir a la universidad, convertidos ya en jóvenes ratones de bien, contrajeron matrimonio formando nuevas familias,  la casa de muñecas de estilo Tudor que Mathilda heredó de su abuela, se convirtió en una ratonil comuna, no muy limpia ni ordenada, en donde Pepa, rodeada por todos sus hijos y nietos vivió feliz y contenta.

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© Malena Teigeiro

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