viernes, 13 de agosto de 2021

Malena Teigeiro: Los puentes de la Bella Nina

 


Habían pasado los años, más de treinta, cuando Balbina volvió su aldea. Aquella tarde paseó hasta el puente de piedra, que el tiempo el  había envuelto en tojos, zarzas y silvas. Asomada al pretil miraba correr su vida como si de un regato de agua se tratara. Recordó la noche que escuchó que su primo Toñón se iba a la Argentina. Ya en la cama, Balbina lloró y su llanto la hizo temblar como a las hojas el viento. Y en su vigilia, justo antes de que clareara el alba, tomó la decisión de que también se iría de la aldea. Durante varias noches pergeñó su plan. Esperó a que finalizaran las Fiestas en honor del Santo Patrón y escondida entre los cestos de ropa y tramoya de los carros de los feriantes, huyó. Al escuchar el crujir de las ruedas sobre las piedras del viejo puente no sintió pena ni miedo. Cuando el carro se detuvo, Balbina salió de su escondite y sin que nadie le preguntara nada, le dieron una taza de chocolate y la enviaron al río a lavar unas prendas. Su rubio cabello y sus azules ojos no constituyeron ninguna dificultad para integrarse con aquellos gitanos que decidió convertir en su familia. Alentada por ellos, aprendió a bailar y a cantar, sorprendiendo a unos y a otros por su sentimiento y bonita voz.

El mismo día que Balbina cumplía dieciséis años falleció el patriarca, hombre al que la joven adoraba. Decidió entonces que poco la unía al resto de la caravana, y que había llegado el momento de cruzar un nuevo puente. Se vistió con su mejor traje, y luego de despedirse de los que sentía como su familia, esta vez sin llorar, se trasladó a Madrid. Visitó un tablao tras otro hasta que consiguió que la recibiera el señor Mariscal, dueño del de Los Puentes de Sevilla. El hombre enseguida vio en ella algo que lo conquistó. Le hizo un primer contrato como palmera. Sin embargo, su cabello rizado y su piel de porcelana china, comenzaron a producir tantos cuentos y leyendas que pronto el señor Mariscal la nombró segunda bailarina. Y no mucho después, mientras el hombre contaba los billetes que Balbina le iba reportando, pensaba en hacer un nuevo cartel para su primera bailaora, la ahora Bella Nina.

Cada vez eran más los que llegaban para verla bailar y cantar. Lo que le hizo pensar en que aquella fama le tenía que valer para algo más que para producirle dinero al señor Mariscal. Después de darle vueltas a su inquietud, decidió que lo que más deseaba era entrar a formar parte de la vida de la alta sociedad.

––Ya es hora de cruzar otro puente ––se dijo.

Lo primero que hizo fue alquilar una hermosa vivienda en la calle Mayor. Y entendiendo que sus modales dejaban bastante que desear, contrató como doncella a una viuda francesa, madame Fleur, que le enseñó maneras de dama. La mujer, luego de pasearse por la casa y dar algunas órdenes, se dirigió a Balbina.

––Madame, si desea ser una señora no puede tener amantes viviendo en su casa ––susurró con voz atiplada. Y ella, siguiendo sus sabios consejos, los ocultó.

Comenzó a celebrar reuniones en su domicilio, ahora alhajado con hermosos muebles, sedas y porcelanas, en las que recibía a sus nuevos amigos, solo hombres, que la llenaban de joyas, la invitaban al teatro y a cenar en los mejores restaurantes. Sin embargo, no conseguía ser recibida en los actos sociales de la capital. ¡Ya no sé qué hacer!, le dijo a la francesa retorciéndose las manos.

––Madame, aquí todos saben de su humilde procedencia. Si de verdad quiere ser otra cosa, debe irse a París ––le aconsejó la mujer.

En su despedida se abrazó al señor Mariscal, hombre que tan bien la había tratado, llorando. Él, secándole las lágrimas con un gran pañuelo blanco, dijo:

––Haces bien, Balbina. Tú eres digna del Folies Bergère ––abrió el cajón de su mesa y le entregó una serie de cartas para sus amigos franceses.

Señora y doncella se alojaron en un céntrico y reconocido hotelito de París. Al abrir la ventana de su habitación vio las aguas del Sena pasando por debajo de los puentes, lo que le pareció un buen augurio. Su doncella deshizo el equipaje, y la ayudó a ponerse el vestido malva, llamativo pero elegante. Ya compuestas, ambas se dirigieron a cenar a un restaurante cercano al Folies. Sonriendo a modo de Gioconda, Balbina se sentó a la mesa, tiesa, altiva, mostrando su escote de porcelana china, no sin que antes la francesa, previas abundantes gratificaciones, comunicara a camareros y cigarreras que aquella dama era la Gran Nina, una bailarina española cuya fama traspasaba los mares hasta las Américas.

Entretenida con los manjares de su cena, Balbina fingía no darse cuenta de las miradas que se posaban en ella. Pronto una botella de Moët & Chandon apareció sobre su mesa junto con una esquela en la que le solicitaban acompañarla. Altiva, miró a su alrededor y al ver a un caballero, bien parecido y no muy joven, que sonriente se ponía de pie con la intención de acercarse, levantó el dedo moviéndolo con elegancia. Nunca en público, escribió en el revés de la esquela que envió de vuelta. Un par de días después, lo recibía en su piso. Fue su primer amante francés. Y así siguieron hasta que comenzó a ser saludada por mesas y pasillos. Y fue entonces cuando por el botones del hotel, le remitió Balbina al director de Folies las cartas de presentación. Y después de una dura tramitación, fue contratada como primera bailarina para la siguiente temporada. Con el oropel de ser bailarina del Folies, se mudó a un piso en los Campos Elíseos. Ante el horror de madame Fleur, al abonar la primera renta, Balbina, ahora definitivamente madame Nina, se quedó sin un solo franco. Con tacto y elegancia, consiguió que su amigo le prestara algún dinero, y aprovechando los meses de espera, Nina reanudó en su piso la vida social. Contrató como secretario y administrador al joven Pierre, lo que le permitía gozar de él sin escándalos. El joven, de ondulado pelo negro, ojos de largas pestañas, y sin un solo franco en el bolsillo, estaba lleno de buenas ideas, una de las cuales fue montar en uno de los salones mesas de juego en donde la ruleta fuera la pieza central. El pequeño casino producía sustanciosos beneficios, que una vez recogidos, Pierre, de forma relativamente alícuota, repartía

Cuando llegó la nueva temporada y retornó al escenario, los aplausos volvieron a acariciarla cada noche. Sin embargo, no se le borraba el deseo de participar en la vida social parisina. Después de mucho pensar, y esta vez aconsejada por su secretario, decidió que para cruzar ese nuevo puente, tenía que ganarse el beneplácito de las mujeres. Cargada de regalos, visitó guarderías y asilos, dejando allí por donde pasaba la imagen de una mujer generosa, simpática y muy decente. Jamás permitiría que en su casino hubiera grandes pérdidas, le dijo con el dedo levantado a la superiora del asilo de ancianos después de haber bailado a petición de estos. Y así, la que se dio en llamar la Gran Nina, ocultando sus amoríos, juntando regalos, cuidando de no arruinar a ningún padre de familia, comenzó a ser invitada a cenas y actos benéficos.

Sintiendo la humedad de la tarde, Balbina suspiró profundo. Ya no le quedaban puentes para cruzar.  Volvamos a la aldea, dijo. Y colgada del brazo del ya maduro Pierre, caminó despacio hacia la que había sido la casa de sus padres. Había vuelto para pasar los últimos días de su enfermedad entre aquellos muros en donde esperaba encontrar la paz y el perdón para la díscola Balbina, porque lo que era la Bella Nina, esa no se arrepentía de nada, susurró mirando al cielo.

© Malena Teigeiro

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