El padre Eustaquio no puso en duda ni por un
segundo la historia de Juanita. Ana era culpable. La chiquilla sintió
pánico. Por un lado, había metido a una chica a la que apenas conocía (y que
suponía inocente) en un lío que podía costarle la vida. Por otro, si se
retractaba quizás fuese ella la que sufriese las consecuencias de sus propias
palabras.
Durante las semanas que duró la investigación
se sintió enferma de remordimientos. Pero si alguien le preguntaba al respecto,
mantenía la versión del extraño color del gato. En casa de la investigada,
que había pasado a disposición de la Iglesia, solo vivía un animal gris que
maullaba porque extrañaba a su compañera.
Las personas que antes le habían encargado que
arreglase su ropa o les preparase alguna de sus deliciosas infusiones
aseguraban que la tenían calada, que era una bruja de manual. Mientras, Ana
se pudría en su prisión personal sin más compañía que sus propios pensamientos.
Sin, embargo, y a pesar de no tener nada concluyente contra ella, la sentenciaron
a morir en la hoguera.
Vestida como una hereje, la hicieron pasear
por las calles del pueblo mientras le escupían y le lanzaba cualquier trozo de
basura que tuvieran a mano. La costurera afrontaba los ataques con la cabeza en
alto y la mirada orgullosa. Cuando llegó a la altura de Juana, que se
aferraba desesperadamente a la madre de su madre, una sonrisa siniestra cubrió
sus rasgos y la muchacha sintió más miedo que durante todo el proceso condenatorio.
Ana subió a la plataforma sin ayuda de nadie y
dejó que la atasen al poste de madera mientras entrecerraba los ojos y seguía
sonriendo, sin rastro de miedo en su semblante. Tras el acalorado discurso
del padre Eustaquio encendieron la pira. Juana rezó para que durase poco,
para que Ana acabase pronto de sufrir. Por dejar de sentir dolor ella misma.
Cuando la modista gritó y dejó caer la cabeza
sobre el pecho, la chiquilla dejó escapar una lágrima silenciosa. Sin
embargo, cuando todo pareció haber terminado, el fuego se avivó por sí solo y se
volvió otro color. Del naranja encendido cambió a azul metálico para acabar
disipándose por completo. Mudos de asombro, los habitantes del pueblo se
quedaron perplejos al ver a Ana, completamente desnuda, elevarse sobre sus
cabezas.
—Y
así, queridos vecinos, como muere un pueblo de ignorantes.
Flechas de hielo impactaron en las personas
que abarrotaban la plaza del pueblo. Empezando por al padre Eustaquio y
acabando por la propia Juana, que a pesar del sacrificio de su madre, había
sido alcanzada en plena garganta se ahogaba en su propia sangre. Lo último
que vio antes de morir fue al gato de Ana, un animal gris que le chupaba el
rostro mientras su pelaje se volvía cada vez más púrpura.
FIN
© M.J. Pérez
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