Parecía sensato e inteligente…
como los hombres acostumbran aparentar. Cuando llegó a nuestro pueblo fue la
novedad. Y no precisamente por ser un Adonis. Era tan delgado como el bacalao
seco y se le podían contar uno a uno los doscientos seis huesos que tiene toda
persona adulta. Si llamaba la atención era por conducir un coche que quitaba el
hipo. A mí su automóvil me era indiferente, yo tenía una bicicleta con un
timbre rojo amapola, tan estrepitoso que todos me cedían el paso.
Durante seis meses cada
domingo sacó de paseo a una chica distinta, hasta que en una verbena tocó el
turno de que se fijara en mí. Me sacó a bailar. Lo rechacé. Me dan asco los
mariposones, le dije con voz alta y clara.
Nunca fui de muchas amigas,
solo tenía tres y las tres tuvieron la desgracia de enamorarse de aquel
mamarracho. Yo a la amistad le doy gran importancia, por lo que les aconsejé
que averiguaran de dónde había salido aquel tipo. No me hicieron caso. Así que
empecé a indagar.
Las pesquisas delataron que
aquel donjuán iba dejando hijos en cada aldea, pueblo o ciudad por donde
pasaba. Al marcharse del lugar donde estuviera destinado, zapateaba para
quitarse el polvo y si te he visto no me acuerdo.
Mis amigas pretendieron tapar
los hechos con el silencio. Me negué. Pero, ¿qué hacer? Y me fui al monasterio
de Oseira a pedir consejo a mi santa preferida. Al salir de allí sentía la
fuerza necesaria para dar a conocer tal comportamiento a la policía, al cura y al
alcalde, lo que dio lugar a que el tenorio saliera por pies una hermosa tarde
de domingo, no sin antes soplarles un beso a cada chica. Menos a mí, que lo
amenacé con un conjuro para que la niebla devorase su imagen.
Perdí el afecto de mis amigas.
A ellas no les hubiese importado tener un hijo suyo, pero las madres me
hicieron un homenaje por evitar que aquel hombre dejara su simiente en nuestra
aldea.
© Marieta Alonso Más
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