jueves, 7 de abril de 2022

Caleti Marco: El cajón

 


 

Me sentía como nueva cuando llegué. La vi a lo lejos, su figura era inconfundible. En esta ocasión no me falló la memoria. No obstante, los años transcurridos lo hacían todo algo diferente. El aspecto de la casa era el mismo, por lo que imágenes de antaño se mezclaron en mi cabeza con las de aquel momento. «¡Me acabaré volviendo loca!», pensé divertida; no era la primera vez ni la última; a menudo confundía los tiempos y a las personas.

 

Empujé la puerta que daba entrada al jardín. La verja cedió con un ligero chirrido producto de la acumulación del oxido de tantos años.  Finalmente llegué hasta la puerta de entrada a la casa. No pude reprimir la emoción y miré ilusionada hacia arriba. Contemplé la fachada… ¡Qué gran belleza! Mantenía su piedra ya envejecida, y algunas plantas trepadoras todavía en flor crecían acariciadas por el sol de la mañana. Aunque el jardín necesitaba algún cuidado más para volver a ser el de siempre, noté que alguien se había ocupado de cuidarlo y de ponerlo a punto pendiente de mi llegada.

 

A lo lejos se oían ya las campanas de la parroquia y los primeros cánticos de los feligreses. Era el día del Carmen y como cada 16 de julio se hacía el homenaje a la Virgen patrona de los pescadores, con misa, procesión y romería hasta el puerto. Dejé todo y me di prisa por llegar, no quería perderme nada.

 

Fuera, junto al porche de la iglesia, habían montado un pequeño escenario con un altar. Un techado hecho de ramas y flores engalanaba el recinto.  Dos filas de sillas daban forma a la estancia a modo de capilla al aire libre, dejando un pasillo central en medio para facilitar el paso. Los fieles se iban aproximando, unos con sus familias y otros con la imagen de la Virgen a hombros que depositarían junto al altar para presidir el oficio religioso.

 

Mozos y mozas montañesas precedían al paso. Ellos vestidos de marineros o de pescadores portando largos remos que sujetaban en posición vertical. Ellas lucían traje regional de múltiples colores, con vistosas faldas largas, mandil en verde o en rojo sujeto a un lado, pañuelo recogiendo sus cabellos y alpargatas típicas de la zona. Bailaban mientras entonaban una dulce cantinela popular que repetían una y otra vez. Panderetas en sus manos a modo de instrumento musical acompañaban el cántico. Cada tanto se detenían y danzaban en grupo al son de sus acordes.

 

Una vez finalizada la misa, los chicos portaron de nuevo el paso de la Virgen, e iniciaron su camino en dirección al puerto. Con ilusión, me dispuse a sumarme a la comitiva. Me costó, pero al fin conseguí hacerme con un buen lugar cerca de la Virgen justamente detrás del paso. Me enternecía sentir la devoción y el cariño con el que la gente del lugar, cuya profesión está cargada de riesgos, depositan su fe y su persona en estas tradiciones.

 

De pronto… ¡Qué sorpresa!, mi más querido amigo de la infancia estaba allí. Igual que yo ¡en la procesión! ¡No podía dar crédito! Cuántos recuerdos de juventud vinieron a mi memoria. Cuántas cosas que habíamos disfrutado juntos y… ¡con qué inexplicable facilidad la vida nos había distanciado! Hacía mucho que no lo veía. Recordé cuando de pequeños los dos con nuestras familias hacíamos el itinerario y vivíamos esta fiesta en honor a la Virgen. Formábamos entonces un divertido grupo de chicos y chicas que compartíamos los veranos en la costa. ¡Qué bien lo pasábamos! Sentí cómo de nuevo imágenes de antaño y del momento se mezclaban en mi cabeza.  Me costó reconocerlo habían pasado… ¿más de treinta años desde la última vez?

 

Caminábamos en silencio, tan solo se oían los pasos de la gente al roce de sus pies por el camino. Hábilmente me fui aproximando hasta situarme lo más cerca que pude de él no sin dar algún que otro codazo. Lo observé de reojo, varias personas de la fila me impedían verle bien y el sol que brillaba con fuerza me cegaba impertinente.  Por un momento dudé, no estaba segura de que fuese él, habían pasado tantos años... Se cruzaron nuestras miradas y un estremecimiento de emoción me invadió. ¡Hola!, dije tímidamente al tiempo que alzaba mi mano. Él me respondió haciendo un gesto, pero sin apenas prestar atención. ¿Será que no me reconoce?, pensé para mí.

 

En un punto del trayecto al tomar una curva la comitiva nos separó y lo perdí. Zarandeada por los empujones de la multitud, a duras penas pude mantenerme en pie. Al fin, gracias a mi bastón, logré recuperar el equilibrio y conseguí salir airosa de aquel tumulto. Todos se precipitaban impacientes hasta la barcaza que minutos más tarde llevaría a la Virgen en procesión por la ría.

       

Me senté en un banco próximo al muelle y respiré; ya no podía más de cansancio, me quedé algo adormecida por unos instantes. De pronto alguien me tocó el hombro. Abrí los ojos, me pareció que era él, el contraluz me impedía verlo con claridad. Lo llamé por su nombre y él me miró sorprendido.

 

―Casualmente ese es el nombre de mi padre ―respondió―. ¿Quién es usted?, ¿nos conocemos?". 

 

―Soy Adela ―respondí tímidamente.

 

―Mi padre es aquel ―me dijo señalando hacia el grupo de personas que estaban de pie junto a la Virgen. Yo seguía algo cegada por el efecto de la luz. Él insistió: ―Es quien ha celebrado la misa, enviudó muy joven y… ahora es nuestro párroco.

 

Reparé en el semblante del muchacho, evidentemente no podía ser, apenas habría cumplido los cuarenta años. ¡Vaya imaginación!, ¡qué cabeza la mía! ¡Vaya chasco! Se trataba del hijo del amor de mi vida.

 

De vuelta a casa entré exhausta de tanto trajín y me acomodé en el salón. No sabía si llorar o reír. Hacía mucho calor y busqué con ansiedad un abanico. Abrí un cajón tras otro hasta encontrarlo. Junto a uno algo envejecido por el tiempo, había un montoncito de cartas atadas con una cinta, todas ellas sin abrir.

 

Tomé el abanico, y las cartas; me senté y me dispuse a verlas. Solo una iba dirigida a mí, el matasellos era antiguo, no se podía reconocer la fecha. La abrí y comencé a leer, ¡era una declaración de amor en toda regla! Y… ¡nada menos que de quien ahora era el párroco del pueblo! Él, quedó viudo a los cinco años de casado, en aquella carta me proponía matrimonio por segunda vez. En la primera ¡éramos tan jóvenes! Y yo… Enamorada de él desde siempre.

 

En lo más profundo de mi ser lo había estado esperado. ¡No me había enterado de sus sentimientos hasta aquel momento! Turbada por la nostalgia lloré en silencio.  ¡Ya no queda tiempo!

 

Unos leves golpes en la puerta me sobresaltaron. ¡Llaman a la puerta!, ¡están llamando!, ¿esperamos a alguien?, dije en voz alta hablando conmigo misma. Noté cierta desorientación en mí.

 

Abrí sin esperar respuesta. ¡Era él! Nos abrazamos emocionados.

 

© Caleti Marco

https://caletimarco-escritora.simplesite.com/

2 comentarios:

  1. Buenos días me gustaría tener el cuento en audio para Radio Poesía. Gracias

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    1. Estaré encantada de hacer una audición/grabación. Decidme donde lo he de enviar.

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