martes, 19 de abril de 2022

Liliana Delucchi: Reencuentro

 


De camino a la visita semanal a su madre, Fernando estaba un poco adormilado en la butaca del metro cuando el vagón pasó de largo por la estación de Chamberí. Cada vez que la atravesaba detenía sus ojos en los viejos carteles y las cerámicas. Sin embargo, esta vez vio algo que llamó su atención: Una mujer de pie, junto al anuncio del Trust Joyero, con indumentaria de principios del siglo XX. Sonrió al recordar que se organizaban visitas guiadas a la estación. Era probable que hubiesen contratado a una extra para dar más realismo. O quizás fuera alguna figura como las de Madame Tussauds que ponen los británicos en sus castillos.

Cuando llegó a casa de su progenitora la encontró en su sillón favorito con una caja sobre la falda, fotos y recortes desparramados a su alrededor. Desde la muerte de su marido, doña Eulalia pasaba las tardes en la organización de armarios o la búsqueda de recuerdos que la llevaran a los tiempos que había compartido con él. Cuando llegó su hijo a merendar, como todos los miércoles, levantó la vista.

Fernando, sentado a su lado, le cogió la mano antes de decirle que traía su pastel de manzana preferido.

––¿Quién es? ––preguntó el joven recogiendo un retrato del suelo.

En color sepia, se veía a una muchacha junto a una mesa con flores, abanico sobre la falda y la cara ladeada, como evitando la cámara. Media sonrisa iluminaba el rostro cercado por rizos castaños recogidos en un moño debajo del sombrero.

––Tu tía abuela, Milagros.

––No llegué a conocerla.

––Claro que no ––respondió la señora ––. Murió de amor antes de que tú nacieras.

––La gente no muere de amor, mamá. Muere de enfermedades, de vejez o hasta se suicida. El amor no ha matado a nadie, más bien da la vida.

Cualquiera que fuese la respuesta de su madre, estaba dispuesto a escucharla.

––Lo que tú digas, pero la pobrecilla acompañó a su novio hasta la estación de metro, volvió y se sentó en una butaca mirando la puerta por la que él volvería y allí quedó, hasta que la parca vino por ella.

La señora acarició la foto con dulzura y le dio un beso antes de continuar.

––Eran tiempos difíciles aquí, en España. El prometido de mi tía perdió su trabajo y aunque estuvo buscando otro durante mucho tiempo no lo consiguió. Un primo suyo había emigrado a México y le escribió que allí había oportunidades para la gente trabajadora, así que el pobre metió sus pocas pertenencias en una maleta decidido a partir.

Doña Eulalia rebuscó dentro de la caja que tenía a la derecha hasta encontrar un abanico. Era el que llevaba la joven de la foto. Lo abrió y volvió a cerrarlo antes de devolverlo a su sitio y continuar con su relato.

––Milagros lo acompañó hasta la estación de Chamberí donde él cogería el metro, luego un tren y seguramente un barco. La pobrecita volvió a casa con la cara hinchada por el llanto. Después se sentó en una butaca a esperar las cartas de su amado.

––Que nunca llegaron ––la interrumpió Fernando.

––¡Oh sí! Al principio con mucha regularidad. Recuerdo sentarme junto a ella para que me las leyera. Le encantaba hacerlo una y otra vez. Decía que era como escuchar su voz. Con el tiempo se espaciaron. Fue entonces cuando Milagros empezó a visitar la estación de Chamberí, para sorprenderlo, esperándolo cuando volviera.

La señora bebe un poco de su taza de chocolate antes de seguir.

––Luego dejaron de llegar las cartas. Aunque mi tía tuvo algún que otro pretendiente, nunca aceptó a ninguno. Esperaba a su hombre. Alguien dijo que el muy cerdo se había casado en América, pero ella no lo quiso creer. Son habladurías, musitaba, gente envidiosa.

Anochece cuando Fernando deja la casa materna y coge el metro de regreso. Como esta vez va del lado contrario, no puede ver si la figurante sigue en su sitio.

Prepara algo de cenar y se sienta con una bandeja frente al televisor. A ver si hay algo que me entretenga, dice para sí. Pero el aburrimiento de las consabidas series y las malas noticias del telediario lo adormilan. Está en un barco, las olas lo mueven de un lado a otro. Tiene sed y la boca pastosa. Alguien grita hombre al agua. Despierta en su sillón, frente a una pantalla llena de policías y maleantes. La apaga.

Ya en la cama no logra conciliar el sueño. ¿Por qué este desasosiego?, se pregunta y vuelve al salón a buscar consuelo en un vaso de whiskey.

Está en la estación del metro, con un abrigo raído y una maleta atada con cordeles en el suelo. Milagros lo tiene cogido de las manos, mueve los labios pero él no alcanza a entender qué es lo que dice. Un largo abrazo y el vagón que parte. El hombre la saluda desde detrás del cristal de la ventanilla. Ella le tira un beso con su mano enguantada. Fernando da vueltas en la cama, acomoda la almohada e intenta reconciliar el sueño.

El miércoles siguiente, cuando atraviesa Chamberí, vuelve a ver a la mujer bajo el mismo cartel en que estaba la semana anterior. Reconoce el sombrero, los rizos castaños y los guantes. Traga saliva, se seca la transpiración de las manos en los pantalones, intenta controlar sus piernas que no dejan de temblar.

––No vas a creer lo que vi de camino a tu casa ––dice a su madre mientras le sirve una taza de chocolate ––. Cuando venía para aquí, al pasar por la estación abandonada vi a tu tía bajo el cartel del Trust Joyero.

––Claro –responde la señora mientras estira la manga de su rebeca –. Lo está esperando. Ya te conté la historia la semana pasada.

––Mamá, los fantasmas no existen.

––Lo que tú digas ––contesta la anciana a la vez que se sirve un trozo de pastel.

Resuelto a hablar con la mujer cuya visión lo atormenta, Fernando decide hacer una visita a la estación abandonada.

––¿Desde cuándo contratan figurantes? ––pregunta al guía. El hombre se detiene y lo mira antes de contestar que la gente que está allí es personal de la estación, no emplean actores.

Fernando se encamina hacia el anuncio del Trust Joyero. El resto de los visitantes se sorprende al ver a un hombre que estira la mano hacia un espacio vacío delante de las cerámicas de la publicidad. Parece como si acariciara el aire y, con el gesto de quitarse el sombrero que no lleva, le oyen decir: “Aquí estoy.” Los turistas no pueden escuchar la respuesta que suena en los oídos de Fernando: “Te estaba esperando.”

© Liliana Delucchi

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