No salgo nunca de casa sin una sombrilla por
si el sol me derrite
Me había resguardado en el quicio de una
puerta. En la calle quedaban los cristales rotos. Los chicos corrían hacia la
avenida, salvo uno que se quedó atrás esquivando los cristales. Iba descalzo.
No me atrevía a salir. No sé qué color de cara
tendría, pero el chico solícito, al pasar por mi lado, me preguntó:
―Señora, ¿se encuentra bien?
Le dije un sí no muy convincente con la cabeza.
Y se ofreció acompañarme hasta el mercado. El carrito de la compra era un signo
inequívoco de hacia dónde iba. No me abandonó a la entrada, fuimos de puesto en
puesto. De regreso a casa me ayudó a subir hasta el cuarto
piso sin ascensor. Y eso que le había dicho: Si estoy acostumbrada,
hijo.
Cuando se despedía no se me ocurrió otra cosa
que advertirle que debía elegir mejor a sus amigos. Se sonrió. Y fue la misma
sonrisa que me dedicaba mi hijo antes de que esa maldita enfermedad me lo arrebatara.
Al día siguiente, y al otro, y al otro lo
volví a ver, hasta que lo tomé bajo mi amparo y ahora ya no estamos tan solos
ninguno de los dos. Está indeciso entre ponerse a estudiar o buscar un trabajo.
Le animo a lo primero.
© Marieta Alonso Más
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